María Camila Cañas Alarcón*
El presente texto parte de una narración y reflexión personal acerca del actual ritmo de vida y los ideales de productividad y triunfo que nos empujan a prácticas de auto explotación justificadas bajo la apariencia del esfuerzo, la pura voluntad y el trabajo duro ilimitado como vía inquebrantable hacia el éxito socialmente aplaudido. Lo anterior va de la mano con lo expuesto por el filósofo Byung-Chul Han en su libro La sociedad del cansancio y sus consideraciones ligadas a esta dinámica explicada a partir del exceso de positividad en nuestro mundo contemporáneo.
En mi caso la alarma del despertador suele sonar a las 6 de la mañana, de ahí comienzo todo un ritual para que en menos de una hora pueda confluir con el resto de más de 7.000 millones de habitantes de Bogotá, entre estudiantes, universitarios, funcionarios de la salud, docentes, administrativos, meseros, pequeños comerciantes y más, que se preparan para esa misma dinámica desde Dios sabrá cuándo. Lo interesante es que no solo es en Bogotá, no solo es en Colombia y no es solo en Latinoamérica; en diferentes franjas horarias entre unos y otros según tarde el sol en recorrer la tierra, una cantidad impensable de individuos se prepara, está próxima o está finalizando todo este mismo proceso que se da, por lo general, 5 días a la semana, con una duración de aproximadamente 8 horas diarias. No me detendré en pequeñas excepciones hacia ese pequeño rito de hormigas en su hormiguero.
De camino al transporte público te vuelves uno solo con esa masa que, sin mirarse y evitando tocarse, se dirige a sus asuntos, algunos frescos como lechugas luego de tomarse un respiro, porque, por supuesto, estaban deseosos de dejar sus lugares de trabajo por un momento de calma; los menos afortunados con caras de fastidio esperando su turno para esas vacaciones; otros que pareciese flotaran en sus propias burbujas, abstraídos en lo que talvez son reflexiones acerca de la vida, qué hace allí y porqué está ahí…en el mejor de los casos.
Ya dentro del H75 los más valientes sacan sus smartphones y entran a redes sociales como Instagram y Facebook con la intención de entretenerse en el trayecto. Sentados, recostados o casi colgando de las barras para sostenerse, van echando un fugaz vistazo a todo el contenido de su feed sin prestar real atención a lo que ven, ya que por lo general es lo mismo de siempre: personas en locaciones paradisíacas, triunfando dentro de los estándares de belleza, anunciando su nuevo proyecto, probando comidas exóticas o anunciando sus productos mientras uno que otro anuncio sobre más personas en la misma situación aparecen. Todo esto mezclado con el atiborramiento de información que fluye en internet sobre “ser tu propio jefe”; sobre cursos virtuales de Domestika, que por estos tiempos llueven en los anuncios de YouTube, para aprender un sinfín de cosas; esas charlas sobre emprendimiento y reinvención; etc. Súmese también ese espíritu ambicioso que pareciese que toda cultura del siglo XXI infunde desde la edad más temprana: haz más, logra más, desea más.
Sin importar tus condiciones, tu género o limitaciones llegar a la “cima” de algo se convierte en el sentido de la vida que impone la sociedad, seas consciente de ello o no. He ahí el vicio de querer realizar más actividades “útiles”, de considerarnos productivos 24/7 o de comparar nuestros logros o nuestra posición con la de otros. No son gratuitos todos los problemas de autoestima que se han adjudicado al boom de las redes sociales, pues si no es suficiente con la presión social que puede ejercer tu entorno cercano, ahora puedes sentirla desde cualquier punto del globo terráqueo, constatando que en todas partes solo proliferan las “personas exitosas”.
Byung-Chul Han (2012) describe la sociedad del rendimiento como un tipo de sociedad que tiene su origen durante la Guerra Fría, por allá hacia el siglo XX en el que proliferaban las guerras y las enfermedades, una sociedad que se desarrolló en la ciencia de la inmunología, el combate de cuerpos extraños como virus y enfermedades en el cuerpo humano; así mismo era la dinámica de la sociedad, que tenía un sentido de rechazo hacia lo externo, hacia lo otro. Ahora bien, esto nos encamina hacia una transformación que lleva lo otro a convertirse en algo más bien exótico dentro de una sociedad en proceso de globalización, una sociedad que se desprende de su inmunología, pues ahora se encuentra frente a cuerpos extraños sin señalarlos como amenazas, una sociedad sin filtros que se llena de positividad , que no reacciona ante lo negativo de lo externo y cuyo poder (como verbo) no tiene límites.
El autor habla entonces del origen de lo que llama la violencia neuronal como un conjunto de enfermedades, tales como la depresión, que resultan de ese exceso. Ya no nos encontramos en una sociedad de control, sino que vivimos en su continuidad, una sociedad de rendimiento en la que nos desprendemos de las prohibiciones y del “deber” para pasar al mantra que define la sociedad del siglo XXI: “tú puedes”. Lo paradójico de esto es que resulta en una orden silenciosa, se instaura dentro de parámetros de libertad y crecimiento personal, pero al fin y al cabo lo vivimos como un “tú tienes que poder”. Es ahí cuando nos auto agredimos y explotamos: debemos proponer, debemos guiarnos a la cima, debemos rendir porque, al fin y al cabo, debemos poder.
Nos desvinculamos del resto, nos rodeamos de nosotros mismos bajo la presión de tener que producir y, aun estando cansados, nos obligamos a continuar: “A la sociedad disciplinaria todavía la rige el no. Su negatividad genera locos y criminales. La sociedad de rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados” (Han, 2010).
En muchos momentos de mi vida parecía que nada era suficiente, tenía que hacer más, hacerlo mejor, pero ¿hacer más qué? ¿hacerlo mejor que qué? Durante muchos trayectos en bus podía quedarme a reflexionar sobre lo incoherente de mis acciones, sobre el sentimiento de pérdida que resultaba de la absurda cantidad de esfuerzo que requería hacer tanto en tan poco tiempo y lo timada que me sentía luego al darme cuenta de que el sentimiento de interés sobre algún proyecto era tan fugaz que tal vez nunca llegaría a reconocerlo en su forma más genuina. Pero, por supuesto, nada de esto salió a la luz, porque una y otra vez me clavaba la daga hasta el puñal: tú puedes. Y así, bajo mis propios engaños, de alguna manera logré convencerme durante muchos años para dejarme agobiar por el incentivo de llegar a una cima desconocida, así lo aprendí de la escuela, de la familia, de la ciudad y, con el boom de las redes sociales, del mundo.
Luego de un largo trayecto en el H75, por fin me bajo en mi parada. Continúo caminando hasta que salgo de la estación, más personas se reúnen para cruzar la calle y los sigo. Ansiosos por el futuro y absorbidos por el ritmo acelerado y competitivo de la vida, pareciese que ya no hay tiempo genuino, tiempo para conocer y conocerse, tiempo clave para aburrirse y crear, tiempo para dudar, para no desear, para “fracasar”, un tiempo sencillamente para ser.
Referencias
Han, B.-C. (2012). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.
María Camila Cañas Alarcón*
Estudiante de la Facultad de Diseño Gráfico
Universidad Santo Tomás
Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor y
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ARTE-FACTO Revista de Estudiantes de Humanidades. ISSN 2619-421X (en línea) octubre de 2021 No. 20