
Sergio Avellaneda Aguilar*
La sonrisa del coronel revela la otra cara de un personaje público: un hombre celebrado por la caída de Escobar, pero también marcado por alianzas oscuras, corrupciones silenciosas y un legado que divide a quienes llevan su mismo apellido. Entre memorias rurales, testimonios y silencios incómodos, el documento expone cómo la ambición puede torcer destinos y cómo la dignidad, a veces, solo se sostiene con trabajo honesto.
Cuando era niño, nunca había oído su nombre. En casa, nadie hablaba de él, hasta que una tarde cualquiera mi mamá lo mencionó como quien revela un secreto familiar: “Fue gobernador, ¿sabías?”.
Me parecía un cuento inventado: un hombre con el mismo apellido que el mío, que había mandado en Santander, que había salido en televisión, que cazaba votos en los pueblos con una sonrisa ensayada y un regalo en la mano. Decían que era valiente, que mató a Escobar. Pero a mí no me convencían las noticias.
Tenía diez años cuando lo vi por primera vez. Fue en Vado Real, mi tierra, el pueblo que me atraviesa la sangre como una vena. Una caravana de camionetas se tomó la calle levantando polvo, como si el poder tuviera sonido. Iban camino a Suaita, a comer en un restaurante sencillo, de esos donde la sopa aún sabe a leña.
Y ahí estaba él. El tío del que hablaban. Sonreía como mi abuelo, o eso pensé. Pero había algo más: una rigidez detrás de los dientes, una sombra en los ojos. Lo saludé con el respeto que uno le da a los mayores importantes, y él me tocó el hombro, como marcando territorio.
Esa fue la primera vez. Después supe más: que fue gobernador entre 2004 y 2007, que capturó a Pablo Escobar en 1993, que usaba la cercanía con los campesinos como trampolín electoral. Que muchos lo admiraban, pero pocos lo conocían de verdad.
Decían que regalaba mercados, pero su gesto era frío. Que visitaba veredas, pero no volvía jamás. Que prometía puentes, pero dejaba huecos. El hombre que se mostraba humilde era el mismo que, en secreto, amasaba poder con manos ajenas.
A mí nadie tiene que contármelo. Lo vi. Lo viví. Es la historia no oficial, la que no está en libros, la que corre entre cocinas y cafetales. La historia de un coronel que prefirió la fama al respeto. Y yo, que soy su sobrino segundo, también la escribo.
Después de aquel día en Vado Real supe que no era cualquier hombre. El que yo vi sonriendo como mi abuelo fue el mismo que, años atrás, estuvo tras la caída del narco más famoso del país: Pablo Escobar.
Dicen que él, Hugo Aguilar, fue uno de los que apretó el gatillo. Que hizo parte del grupo especial que lo persiguió hasta matarlo en un tejado de Medellín en 1993. Lo ha contado muchas veces. Incluso lanzó un libro donde relata cómo pasó todo: Así maté a Pablo Escobar. Ahí cuenta su versión, su historia, cómo se volvió “héroe” para muchos.
Pero el poder cambia a las personas. A veces las endurece. A veces las aleja. Y eso fue lo que pasó con él. Después de volverse famoso, de ser gobernador, de dar entrevistas y posar en fotos, se olvidó de dónde venía. No volvió a reuniones, ni a fiestas, ni a los almuerzos familiares.
Fue tal el cambio que hay quienes ya no lo nombran. Dicen: “Él ya no es de los Aguilar”, aunque por sangre lo siga siendo.
Pero sus errores, esos sí se quedaron. En las calles de Santander todavía se habla de él. Hay grafitis con su cara, frases en los muros, restos de campañas que nunca terminaron. Porque también tuvo procesos por corrupción. Porque, aunque quiso vender la imagen de salvador, en el fondo había intereses.
Yo lo vi de lejos, pero lo sentí cerca. Su figura sigue rondando los pueblos, no como héroe, sino como sombra. Y aunque no lo digan en voz alta, muchos lo saben. Muchos lo vieron. Como yo.
Muchos decían que fue gobernador por amor a Santander, pero en realidad lo fue por hambre de poder. Aparecía en las veredas como un santo pagano: con mercados en bolsas plásticas, con saludos fingidos, con sonrisas que escondían contratos. Regalaba para que lo eligieran. Compraba votos como quien compra silencio.
Y lo logró. Llegó. Y desde allá arriba se olvidó de quienes alguna vez le tendieron la mano creyendo que él también era familia. A veces el poder tiene forma de trapo limpio, pero huele a pantano.
Mi mamá, en un momento en que todo parecía cuesta arriba, fue a buscarlo. No pedía mucho, solo una oportunidad. Mi hermano quería estudiar en la Universidad Nacional y no teníamos cómo ayudarlo. Ella fue con esperanza y vergüenza escondida. Le preguntó si podía ayudar.
Él, con su voz segura y su traje bien planchado, dijo que sí, que todo podía “arreglarse”, que todo tenía solución.
Pero la solución venía con precio. Y ahí mi mamá entendió: lo que él ofrecía no era ayuda, era corrupción disfrazada de favor. Era una trampa.
Ese día tomó una decisión que lo cambió todo: cerró la puerta, limpió las lágrimas y prometió no deberle nada a nadie. Se olvidó de él, del parentesco, de los lazos podridos por la política. Decidió hacer lo que él nunca hizo: trabajar con honestidad.
Y así fue. Con manos cansadas pero limpias, logró pagar la universidad a cuatro hijos. Uno por uno. Cada carrera fue un ladrillo más para levantar nuestra historia sin favores.
Hoy somos una abogada, un optómetra, un diseñador de modas y un futuro farmacéutico. Cuatro sueños que no se compraron ni se negociaron.
Llevamos el mismo apellido, sí, pero no el mismo camino. No vestimos piel de oveja. No prometemos y luego olvidamos. No traicionamos la sangre para subir un escalón más.
Dicen que la sangre no se borra. Tal vez no. Pero se puede limpiar. Se puede purificar con trabajo, con vergüenza, con amor propio.
Él quiso cambiar la historia con sobornos. Nosotros la cambiamos con esfuerzo. Y eso, aunque no salga en noticias ni grafitis, también es una forma de justicia.
Mientras mi mamá sembraba esperanza con manos limpias, él tejía poder en la sombra. Nosotros, con el sudor del campo; él, con alianzas oscuras. Nosotros, cultivando futuro; él, cosechando favores de quienes portaban armas.
Dicen que fue héroe por abatir a Escobar, pero pocos saben que, para lograrlo, se alió con los mismos que sembraban terror.
Ante la JEP confesó que la Policía y los paramilitares unieron fuerzas para cazar al capo. Una verdad que muchos prefieren no escuchar.
Luego, en su carrera política, tampoco caminó solo. Las Autodefensas le abrieron paso para hacer campaña en zonas donde otros no podían entrar. No fue solo carisma: fue complicidad.
Pero el poder tiene precio. En 2011 fue condenado por sus nexos con el Bloque Central Bolívar de las AUC. Nueve años de prisión, de los cuales cumplió apenas cuatro. Mientras tanto, en Bucaramanga, se le veía conduciendo un Porsche, pese a declarar bancarrota.
Nosotros seguíamos trabajando, sin lujos ni atajos. Mi mamá, con su dignidad intacta, nos enseñó que la honestidad no se negocia. Aunque llevamos el mismo apellido, nuestras historias son distintas.
Él eligió el camino fácil. Nosotros elegimos el correcto. La justicia llega, aunque tarde. A veces pienso que la vida es justa, pero se toma su tiempo.
¿Quién hubiera imaginado que un niño de campo, criado entre cafetales, terminaría hablando con hombres que mandaban a matar con una seña? ¿En qué momento se desvió el camino? ¿En qué momento el hambre de poder fue más fuerte que la memoria del hambre?
Porque sí, él también fue pobre. Él también supo lo que era caminar con los zapatos rotos. Pero en lugar de tender la mano al que venía atrás, prefirió pisarlo para subir más rápido.
Dicen que hay que conocer la oscuridad para entender la luz. Pero él se quedó allá, en la sombra.
En la trastienda de los pactos, en la esquina donde se reparten fusiles, no oportunidades. Y lo más triste es que lo aplaudieron. La historia oficial lo pintó como héroe, como cazador de narcotraficantes. Pero nadie preguntó con qué red atrapó esa presa. Nadie quiso ver que esa red estaba hecha con manos manchadas.
Nosotros, mientras tanto, seguimos aquí. En los pueblos que él recorrió para pedir votos, pero nunca para escuchar. En las veredas donde dejó promesas tiradas como papeles rotos. Porque la justicia llega.Tarde, a veces. Silenciosa, muchas veces. Pero llega.
Y mientras él olvidaba de dónde venía, nosotros seguíamos recordando quiénes somos.
La Corte Suprema absolvió a Hugo Aguilar de los delitos de peculado por apropiación y contrato sin cumplimiento de requisitos legales. Los convenios firmados durante su mandato, que sumaban más de 20 mil millones de pesos, fueron considerados irregulares. Sin embargo, el tribunal concluyó que no había pruebas suficientes para sostener las acusaciones.
Y así, el hombre que alguna vez fue condenado por sus nexos con grupos paramilitares vuelve a caminar libre por las calles de Santander.
Porque la vida es justa, pero se toma su tiempo. Aunque haya sido absuelto por los tribunales, existe una justicia que no se escribe en papeles: la de la memoria. Esa que vive en cada historia contada en voz baja, en cada mural pintado con rabia, en cada niño que aprende que el poder no siempre significa verdad.
Nosotros seguimos aquí: trabajando con manos limpias, construyendo un futuro que no necesita favores ni promesas vacías. Porque, al final, la historia la escriben los que no se rinden.
Referencias
Aguilar Naranjo, H. H. (2015). Así maté a Pablo Escobar. Ediciones Aguilar.
Aguilar Chacón, M. (2025). Entrevista personal: declaración de los hechos.
Avellaneda Aguilar, S. (2025). Entrevista personal: declaración de los hechos.
Avellaneda Olarte, E. (2025). Entrevista personal: declaración de los hechos.
Rodríguez, J. (2018). “El clientelismo disfrazado de ayuda”. Revista Semana.
Sergio Avellaneda Aguilar*
Estudiantes
Universidad Santo Tomás
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ARTE-FACTO- Revista de Estudiantes de Humanidades ISSN 2619-421X (en línea), julio-diciembre 2024 No. 30

