
Jennifer Nicole Quiroga Mancera y David Leonardo Flórez Valenzuela*
Los conciertos son mucho más que reuniones de música y personas: son espacios en los que la emoción, los sueños y los deseos se encuentran en un mismo punto del corazón. En ellos, quienes asisten descubren a otros con gustos similares, dejan a un lado la rutina, se desconectan del día a día y encuentran un lugar para expresar sentimientos y liberar la mente.
I. El sueño interrumpido
Durante mucho tiempo, yo (David) soñé con conocer a mi cantante favorito, un rapero estadounidense que se presentaba por primera vez en Colombia. Hubo esfuerzos, trabajos, ahorros y una larga espera, pero cuando se tiene un sueño, uno hace todo lo posible por cumplirlo. Sin embargo, cuando por fin llegó el día, las cosas no terminaron como esperaba. Después de aproximadamente ocho horas de espera, las autoridades anunciaron una mala noticia: el concierto había sido cancelado. Lo sentí como una daga en el corazón, aunque no imaginaba lo que vendría después.
Tiempo después, la situación mejoró. Nos regalaron boletas para el concierto de Shakira, un tipo de música que no suelo escuchar, pero gracias a mis amigos esa presentación se convirtió en una experiencia inolvidable. Viajé a Cali, un lugar maravilloso donde descubrí la alegría y la emoción de miles de personas. Aunque no compartíamos exactamente los mismos gustos, nos unía el amor por la música y el deseo de desconectarnos del mundo por un momento.
Mientras el sol se escondía y se sentía el latir emocionado del público, la gente gritaba con entusiasmo por aquella cantante que significaba tanto para tantos. Recuerdo especialmente a una señora llamada Maritza, quien, mientras hacíamos la fila, dijo sonriendo: “Yo ahorré meses para poder venir y mi hija también me ayudó. He esperado años para verla”. Más allá del espectáculo, lo que más me impactó fue ver a una comunidad unida por la emoción: personas que no se conocían se abrazaban, cantaban y sonreían. En ese instante, Cali era un solo corazón latiendo al ritmo de la música. Sin duda, una de las mejores experiencias que he vivido.
II. Entre refugios y escenarios
Hace algunos años, yo (Jennifer) estaba en mi pueblo, atravesando un momento difícil. La música se convirtió en mi refugio; descubrí que me gustaban varios géneros y que cada uno me ofrecía una forma distinta de expresarme. Aún recuerdo mi primer concierto. Al salir del colegio, vi una publicidad sobre la presentación de Luis Alfonso. Ahorré con esfuerzo y finalmente logré ir. La emoción era indescriptible: todas las personas cantaban y bailaban al ritmo de la música. Fue una experiencia inolvidable.
Desde pequeña, mi mamá me llevó al mundo de la música clásica. Me enseñó a tocar violín a los cuatro años, y uno de mis sueños siempre fue asistir a un concierto de ópera. Aunque suene extraño, lo anhelaba desde niña. El año pasado, cuando salieron las boletas para André Rieu, yo no contaba con los recursos para comprar una. Había perdido la esperanza, hasta que un amigo me llamó ofreciéndome una boleta gratis. Me emocioné tanto que viajé a Bogotá de inmediato. Llegué justo a tiempo. Cuando el concierto empezó, fue simplemente impactante. Compartir ese momento con un amigo de infancia lo hizo aún más especial.
Ahora, al comparar ambos eventos, pienso en lo diferente que era el ambiente. En el primer concierto, las personas tenían una apariencia más campesina; en el segundo, predominaban los abrigos, vestidos y tacones. Incluso el comportamiento era distinto: unos más efusivos y toscos, otros más calmados y tranquilos. Aun así, ambos tenían algo en común: el amor por la música. La emoción de ver a un artista favorito era la misma. Aunque la forma de disfrutar cada concierto fuera diferente, todos compartíamos esa chispa que solo la música despierta.
Son experiencias que llevaré en mi corazón para siempre. O mejor, llevaremos en nuestro corazón y memoria.
Jennifer Nicole Quiroga Mancera y David Leonardo Flórez Valenzuela*
Estudiantes
Universidad Santo Tomás
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ARTE-FACTO. Revista de Estudiantes de Humanidades ISSN 2619-421X (en línea), Núm.32 (2025) | julio-diciembre

