
Daniel Santiago Cruz Meneses y Juan David Abadía Valencia*
Han pasado casi tres décadas desde que William Ospina preguntó dónde estaba la franja amarilla, pero su diagnóstico sigue resonando con la misma fuerza. Entre desigualdad, indiferencia y un Estado que no cumple sus propias reglas, Colombia continúa atrapada en los mismos dilemas que el autor denunció. Este ensayo revisa por qué su reflexión sigue siendo tan actual y qué revela sobre la sociedad que somos hoy.
El texto ¿Dónde está la franja amarilla? posee una vigencia sorprendente en la sociedad contemporánea. Aunque algunos elementos, como el bipartidismo —todavía muy fuerte en la época de publicación— han perdido peso hoy en día, otros fenómenos señalados por el autor permanecen casi intactos. A lo largo de este ensayo se revisan aquellos aspectos cuya actualidad sigue siendo evidente.
El primer aspecto es la persistente falta de identidad colombiana. En un territorio donde confluyen múltiples culturas, razas, dialectos, danzas, costumbres y géneros musicales, nuestros antepasados no se preocuparon por construir una convergencia entre estas expresiones. Por el contrario, los criollos —demasiado poco españoles para servir a la corona y demasiado poco indígenas o afrodescendientes para formar parte de la plebe— asumieron el papel de élites locales. Su centro de poder se consolidó en Bogotá, convertida en su fortín político.
William Ospina afirma con razón que estas clases dirigentes actuaron movidas por el egoísmo y la avaricia. Sin considerar las realidades del resto del territorio, impusieron su visión del mundo y concentraron los recursos en la capital. Mientras Bogotá se enriquecía, los campesinos enfrentaban pobreza, abandono estatal y violencia alimentada por partidos políticos asentados en la ciudad. Para muchas comunidades, la única alternativa fue migrar hacia el lugar donde se acumulaba la riqueza.
Fue así como la pobreza rural llegó a Bogotá. ¿Qué hicieron los líderes políticos para frenarla? Nada. Fieles a sus intereses, siguieron acumulando riqueza e ignoraron el pluralismo que ahora emergía en la capital. Surge entonces la pregunta: ¿es únicamente responsable el pobre de su pobreza? Ospina responde:
“La pobreza no es problema de los pobres, es problema de toda la sociedad… permitir que haya miseria es permitir que la sociedad entera se corrompa. Esa insensibilidad, ese egoísmo, esa falta de compromiso con los demás… no nos los cobrarán en el infierno, nos los están cobrando aquí, en la tierra”.
Ese “infierno” al que alude el autor se manifiesta en homicidios, inseguridad, hurtos, hambre y miseria: males que aquejan al país y que, aunque son criticados, rara vez generan acciones reales de cambio. Nadie asume la responsabilidad.
El segundo aspecto es la indiferencia ciudadana. Persiste la falta de solidaridad, el mito de que “el pobre es pobre porque quiere” y un individualismo corrosivo que debilita el bien común, aquello que sostiene y protege a la sociedad. En palabras de Ospina:
“Lo último que hacemos es mirar nuestro corazón. Siempre miramos el corazón del vecino para encontrar al culpable, y nos aturdimos con la presunción infinita de nuestra propia inocencia”.
Esta egolatría nos impide pensar en el otro y fomenta la insensibilidad social. La división resultante deteriora el tejido colectivo. Así como un cuerpo no puede funcionar si uno de sus órganos falla, una sociedad no puede vivir de manera saludable si no garantiza dignidad humana para todos.
El tercer y último punto es la desobediencia y corrupción frente a las normas, extendida tanto en la clase dirigente como en la ciudadanía. Tal como un hijo replica la conducta equivocada del padre, los ciudadanos reproducen el mal ejemplo de quienes ostentan el poder. Si quienes deben hacer cumplir la ley la violan, ¿con qué legitimidad pueden exigir que otros la respeten? Ospina señala:
“Un Estado no puede exigir que se respete la ley si él mismo no la respeta”.
En conclusión, los tres aspectos analizados ponen en evidencia una reflexión dolorosa: desde 1996, año en que Ospina escribió su ensayo, los avances en estas áreas han sido precarios e incluso regresivos. A pesar de ello, el texto deja una responsabilidad clara al lector: no caer en la indiferencia, trabajar cada día por una visión colectiva del país y practicar el bien incluso cuando el Estado no lo haga. Solo empezando por nosotros mismos podremos reclamar con autoridad moral un país mejor.
Daniel Santiago Cruz Meneses y Juan David Abadía Valencia*
Estudiantes de Derecho
Universidad Santo Tomás
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ARTE-FACTO. Revista de Estudiantes de Humanidades ISSN 2619-421X (en línea), Núm.29 (2024) | enero-junio

