Juan Sebastián López*
Son las cinco y cincuenta de la tarde, del tercer sábado de marzo del año en curso. Las voces de los frailes entonando las vísperas fluyen, como hilillos de humo, a lo largo y ancho de la nave parabólica de cemento, estilo posconciliar, de la iglesia de Santo Domingo, en la carrera primera con sesenta y ocho. A medida que avanza la salmodia van llegando solos, en pareja o en familia, algunos feligreses, que se sientan a oír los cantos esperando a que arranque la celebración de la misa vespertina dominical.
Dos familias llaman la atención: una viene del barrio Rosales, la otra del barrio Juan XXIII. Ambas se sientan lejos de las primeras filas. Ambas tienen un integrante con una condición médica especial. En el caso de la familia de Rosales, Laura, la hija, tiene síndrome de Down. En el de la familia del Juan XXIII, Margarita, la tía, padece de epilepsia y de un retraso mental leve. Valga decir que tanto Laura como Margarita se han hecho conocidas entre la comunidad de la Iglesia, cada una a su manera. Laura porque está cerca de cumplir los cincuenta, una edad excepcionalmente avanzada para las personas con Down, y se encuentra en perfecto estado de salud. Margarita, porque cuando deja de tomar su medicina suele pasar por una crisis en plena misa.
“Laura es un caso único -dice su madre- le damos todas las atenciones especiales que necesita y hacemos todo lo posible por cuidar de ella y tenerla divina, como una muñeca”. Al preguntarle sobre su asiduidad a la misa vespertina, nos comenta: “Es por Laura. Le encanta la música, la iglesia y el paseo que damos por el barrio al atardecer antes de llegar a la misa”. El caso de Margarita es distinto. “Mi tía tiene mucha energía y a veces se nos pierde -dice Diana, su sobrina-. Si es sábado o domingo normalmente se viene para acá. Lo malo es que no hay forma de saber si se tomó su medicina. Entonces ya ve lo que le pasa”.
El templo de los dominicos no solo es un lugar de culto. Es, sobre todo, un lugar bisagra, de barrios, de historias y de paisajes humanos. Desde la altura de la iglesia Santo Domingo es posible apreciar, como en pocos lugares, las formas elementales, binarias, de la vida en Bogotá. La carrera primera con sesenta y ocho es una zona de encuentros y desencuentros, de epifanía del contraste, como el que ostenta el blanquinegro hábito dominicano.
I
Al volver sobre los pasos de Laura y familia en dirección iglesia-casa aparece un barrio de edificios color magenta, enmarcados en un fondo verde oscuro. La influencia de Salmona y su ladrillo a la vista se advierte una y otra vez a medida que se pasea por Rosales. Los edificios, las manzanas, los parques y las vías parecen estar dispuestos para acompasar las formas de los cerros y las cuencas de sus quebradas (Rosales y La Vieja). Los balcones y ventanales son promesas, incumplidas en su mayoría, de las mejores vistas de la ciudad, ya sea hacia la naturaleza del oriente o hacia el tumulto palpitante del occidente. En cualquier caso, es evidente que la promesa basta para vender y seguir construyendo, pues los edificios no cesan de levantarse unos frente a otros en un frenesí por sacar tajada de uno de los metros cuadrados más caros de Latinoamérica.
En el barrio de Laura el transporte público es una especie en vías de extinción. Los taxis están en franca minoría ante las camionetas low cost de color blanco con placas de servicio especial. Los únicos buses que transitan por allí son las rutas escolares del Jordán de Sajonia, el Rosario Santo Domingo o el Nueva Granada. El bus Andino, que conecta Rosales con el centro comercial de la once con ochenta y dos, es básicamente una leyenda urbana, de la que solo se sabe por algún letrero ocasional a pie de calle. Así las cosas, la movilidad del barrio se reduce a dos movimientos: empleados domésticos que suben a pie en la mañana mientras sus patrones bajan en camionetas japonesas o alemanas, y empleados domésticos que descienden en la tarde, caminando también, mientras sus empleadores suben a cuatro ruedas rin 20´´.
En Rosales, la seguridad que se respira contrasta con un despliegue militar, policiaco y de vigilancia privada que sus mismos agentes califican como “preventivo”. Según uno de los residentes, “uno se acostumbra rápidamente a la presencia de la PM, que es silenciosa y, escalonada, pese a que llevan rifles de asalto. En cambio, es más difícil es acostumbrarse a los escoltas… es que hacen mucha bulla con sus carros de motor a diésel, sus sirenas y sus walkie-talkies”. Para el que pasea por las calles del barrio, el mensaje es claro. Como lo expresa el vigilante de un edificio cuyo portón de entrada está coronado por la escultura de una pantera negra: “por aquí vive mucha gente dura, por eso es que hay tanto despliegue. Aquí nomás tiene un apartamento el expresidente Samper. Diagonal vivía un exministro que no recuerdo el nombre y dos edificios más acá vive Carolina Gómez... ¡Ah! y bajando por el parque de allí (el Gustavo Uribe Botero) también vi qué día a Carlos Vives”.
Hallar algo similar a vida de barrio, allí en donde residen Laura y su familia, implica visitar los parques y montañas aledaños. A lo largo de la ronda Quebrada La Vieja es posible encontrar uno que otro nativo; no obstante, hay muchas más empleadas que aprovechan para conversar mientras pasean perros, cuidan niños o acompañan ancianos. De hecho, como haciendo un guiño a la Angosta de Faciolince, muchos de los vecinos de Rosales han elegido como espacio de encuentro y recreación un lugar ubicado a mayor altitud que la misma ronda, formando -cómo no- un club: los amigos de la montaña. Así, entre las cinco y las nueve de la mañana, de lunes a sábado, y a través de un portón de malla con el logo de la CAR, entran y salen del cerro grupos de caminantes impecablemente ataviados; unos con correa en mano y perro al pie, otros picando el suelo con sus sticks y avanzando con el ademán robótico de quien practica nordic walking.
Para encontrar una tienda o una lavandería que sirva a los vecinos de Rosales hace falta bajar de la carrera primera a la cuarta. Una vez allí se advierte una tremenda proliferación de centros de entrenamiento personalizado, tiendas de diseñadores, cafés y, lo más importante, boutiques-con-comestibles que las gentes de Rosales y aledaños insisten en llamar “restaurantes”. Dado que en esos establecimientos lo que menos importa es la comida, podría pensarse que su función sociocultural es, más bien, ser la punta de lanza de una tentativa que se podría denominar rosalización de Chapinero alto. Aquello consiste en ir instalando boutiques-con-comestibles en barrios aledaños, en donde la clientela que asiste para ver y ser vista atraiga, en un segundo movimiento, a los especuladores inmobiliarios y los constructores. Después arribará una misión integrada por guardaespaldas, policía, gimnasios de Crossfit y tiendas de orgánicos. Todo para que en esas nuevas tierras conquistadas se terminen asentando los hijos de los amigos de la montaña o los aspirantes a nuevos miembros del club.
El proyecto de rosalización alcanza barrios como Emaús o La Salle, que no pertenecen a la misma UPZ que Rosales. En este sentido, el vínculo entre el centro y la periferia de dicho proyecto es ante todo cultural. La ruta de las boutiques-con-alimentación que empieza en Rosales, sigue por Emaús y termina en La Salle, esquiva las zonas que cortocircuitan materialmente el proyecto. No obstante, si se mira un plano de la localidad, a medio camino se encuentra el barrio Juan XXIII, donde viven Margarita y su familia.
II
Para el caminante que procede de La Salle o Emaús, la calle sesenta y cinco en dirección occidente-oriente es la vía más eficiente para llegar a Rosales. A medida que se escala la calle en línea recta queda atrás una academia de ballet e inmediatamente aparecen en el horizonte un letrero de NO PASE y un almacén de muebles que siempre está cerrado. En ese punto, la sesenta y cinco se conecta con la primera a, que hay que seguir en dirección nororiente. Esa es la puerta de entrada suroccidental del Juan XXIII. En ese punto comienza un tramo de la caminata francamente impactante, que nada tiene que ver con el evidente incremento de la pendiente.
Si en Rosales se percibe la intención de integrar el barrio a la naturaleza para el deleite estético, en el Juan XXIII se advierte, en cambio, la voluntad y el ingenio del campesino reconvertido en obrero para someter la montaña en procura de un nuevo comienzo. Bajo las casas que crecen, los andenes altos -como de pueblo-, las telarañas aéreas y las escaleras que van al cielo, subyace una naturaleza vencida, domesticada por la mano, la pica y la pala. Allí no hay disputas por las mejores vistas; más bien, las construcciones testimonian un deseo compulsivo de hacer comunidad, de estar juntos, ojalá apeñuscados, para no sentir hambre, frío o soledad.
La necesidad de rellenar el vacío también se nota por un bullicio que inunda las calles del barrio. El vallenato, el reguetón y la ranchera se mezclan en el ambiente. A todo ello se suman los ladridos de perros callejeros, los pedos esporádicos de los buses del SITP con sus frenos neumáticos, las charlas de panadería y las declamaciones de Miguel Rincón sobre bocadillos, mandarinas y mangos. Sin embargo, la exuberancia no es solo auditiva o ingenieril. Los materiales de las casas van de la piedra de río al cemento, el triplex y el ladrillo hueco. Para pintarlas se admite desde verde menta hasta morado. La misma libertad aplica para las techumbres, mosaicos hechos de zinc, asbesto y barro unidos por piedras o ladrillos.
La vida del barrio acontece fundamentalmente en las calles. Éstas, antes que ser vías para vehículos, sirven como canchas de fútbol. Los otros lugares de encuentro son las tiendas y panaderías de la calle 66 y la carrera primera a. En cambio, los centros de integración levantados por la Alcaldía parecen reservados a funciones más específicas y encuentros extraordinarios. Mientras provee de líquidos hidratantes a los deportistas ocasionales, una tendera del sector comenta orgullosa: “No me niegue que el barrio es simpático y tiene carácter ¿Usted sabía que aquí grabaron unas escenas de ‘Perder es cuestión de método’? En la casa roja, subiendo por esta misma calle, era donde vivía Quica, la protagonista. Es que todo aquí es como de película”.
Junto a la casa referida por la tendera se levanta otro negocio, una panadería que parece ser un refugio para taxistas. Allí, uno de ellos explica por qué visita frecuentemente el barrio: “Aquí la cosa era brava antes, mucho vago y drogadicto aprovechando que esto era todavía invasión. Pero ahora ha mejorado mucho, está como normal, nada que no se vea en otros barrios. Lo bueno es que aquí se consigue todo más barato y que el barrio queda cerca de esos otros más gomelos donde sale mucha carrera”.
Tras pasear por las calles aledañas podría llevarse más lejos la afirmación del taxista y afirmar que el Juan XXIII, otrora narrado como invasión, se encuentra ahora literalmente cercado de gomelería. De hecho, en las calles perimetrales del barrio se advierte, por un lado, una abundancia insólita de edificios ostentosos, recién construidos o en obra, mientras que en la acera del frente, pegadas a las ventanas de casas que crecen, se asoman letreros que rezan: “SE VENDE”. Pareciera, pues, que el cerco inmobiliario y urbanístico tendido al Juan XXIII no resulta intimidante para sus habitantes. Inclusive, podría pensarse que les resulta tentadora la idea de una oferta, siempre que sea generosa.
En el barrio de Margarita y Quica no parece haber tal cosa como resistencias y luchas por mantenerse allí a perpetuidad, del tipo ‘La estrategia del caracol’. Seguramente, la pelea que había que dar ya se dio y la generación que lo hizo está dejando de existir. Lo que hay es, más bien, una paciencia astuta, un laissez faire, laissez passer impulsado por la esperanza de una valorización urbanística.
La ruta de escape que Margarita emprende los fines de semana hacia la iglesia de los dominicos no es muy larga. Hay que bajar una escalera empinada, salir a la carrera primera a, tomar la vía en dirección nororiente, dejar atrás la panadería de los taxistas y seguir subiendo hasta llegar a la carrera primera. Una vez allí, adiós Juan XXIII. En la primera con sesenta y siete, un conjunto cerrado, de bloques de cuatro pisos y tejas verdes de normanda, recibe al caminante y le da la bienvenida a Rosales. Así, como si nada. Entonces todo vuelve a ser bien: arboledas, cámaras de vigilancia y bloques de edificios rosa sobre fondo verde oscuro. De nuevo el sosiego, los parques y los dispensadores de bolsas para caca de mascota.
III
Como insinuaba Ortega y Gasset, existe un vínculo indisoluble, de ida y vuelta, entre lo que alguien es y sus circunstancias. El bienestar y el buen ver de Laura reflejan la situación social de su familia y de su barrio, sus posibilidades y cosmovisión. Lo mismo aplica para Margarita y el Juan XXIII: mientras ella escapa de su familia y se refugia en la Iglesia, sus vecinos ponen más pisos a sus casas, como buscando cobijo en el cielo hasta que el asedio urbanístico les favorezca.
Vaya contraste. Si Rosales ha sido diseñado, financiado y construido con el objetivo de ofrecer a sus residentes una calidad de vida envidiable, de primerísimo primer mundo, para que personas como Laura se den un paseo diario y vivan una vida cómoda y longeva, el Juan XXIII es resultado de la lucha de sus habitantes por encontrar un lugar al que llamar suyo, por empezar de nuevo, por sacar adelante a sus familias y por vivir juntos, muy juntos, en comunidad; como se vivía en el pueblo, pero en la capital. Así, mientras unos tienden cercos e intentan sacarse de encima a sus vecinos pobres para conseguir más espacio dónde pasear o cenar al atardecer, otros juegan al fútbol en la calle y dejan pasar el tiempo a la espera de una oferta indeclinable de sus vecinos ricos. Al final, ya sea para profundizar académicamente en la cuestión del desarrollo urbano o sea para imaginar cuál será el futuro de estos barrios, resulta necesario estar en la capacidad de observar, interpretar y conectar. Para tal fin no queda otra que seguir con las caminatas vespertinas.
Juan Sebastián López*
Docente Universidad Santo Tomás
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ARTE-FACTO. Revista de Estudiantes de Humanidades
ISSN 2619-421X (en línea) octubre de 2018 No. 8