Daniel Rodríguez Gallego*
Estaba en una caverna muy similar a la que narraba Platón. En la univocidad incipiente de mi mutismo, podía ser cualquier cosa, cualquier otro lugar, no sabía, de lo que estaba seguro era de su carácter convexo, centrífugo, solitario. Viajaba de aquí para allá como un vaivén, ensillando tórridos panoramas que desdibujaban la desdicha, escuchaba alaridos que apenas se manifestaban en sombras, aquellas sombras que hacía con astucia para huir del miedo.
Los surcos del portal me seducían lanzándome peroratas en un compás imprudente, se asomaban hombres erguidos, enganchados de mujerzuelas petulantes, aún con un corsé pero de identidad nudista ¿Por qué corsé? ¿No eran acaso vestidos anticuados que impedían la independencia del cuerpo? – Precisamente – lo que veía no era anticuado, al contrario, era aparentemente sofisticado, impidiendo la libertad del cuerpo.
Había también un sonido incesante que retumbaba sobre las cavidades del recinto, las ventanas apenas abrigaban sus vibraciones produciendo movilidad en el dintel que sostenía un par de rayones, les daba vida a ellos, les otorgaba contexto en su halo. Golpeaba como un cincel las cábalas que yacían en los vértices de la caverna esperando un salvador que fuere por ellas a darles destino, su procedencia sonora la ignoraba, la exquisita putrefacción que producía me dejaba en una pieza, me hacía sentir muerto, un muerto que vaticinaba el futuro; el deseo que despertaba ese sonido era implacable, era ruido, una marca sonora que, como una anáfora, llenaba el aforo de mis conjeturas.
Era excitante percibir su desarrollo, apenas podía identificar unos solos de guitarra sobre los cuatro tiempos característicos de la montaña, la metafórica montaña… Su acaecer revolvía los intestinos, convertía la piel en zamarra nitrogenada ante el frío. Pero la duda asaltaba nuevamente ¿dónde se genera ese sonido? De vez cuando el suelo escabroso, donde permanecía, temblaba pero producía esas mismas sensaciones, este caso era diferente, tampoco era el cántaro el que sonaba, del que bebía inquietudes ocasionalmente, el cual, usualmente, lanzaba contra las paredes cuando favorecía la turbación que me agujereaba como a un lacayo.
Empezaba a temerle, no encontraba razones palpables, mi sistema nervioso empezaba a culpar las viejas rivalidades ¿Qué me acechaba? ¿Un historial que conspiraba una vendetta en contra mío o era simple, una entidad incognoscible? Hasta que de inmediato asomó un chillido, crujía como el pisar de la hojarasca, llevándome a otrora mistificar su naturaleza, le daba un sentido fantasmagórico, inconexo. Me empujaba a deambular nauseabundo por los rincones de la cripta. Nuevamente, algo se mecía en la cómoda y no era yo, un inusual huésped rechinando sus dientes mientras me observaba con el entrecejo fruncido, suturaba taciturno la existencia en medio de la colección de libros. Me levantó una especie de copa que sostenía, mientras se llevaba un par de libros de la biblioteca en la axila, sin pronunciar palabras, se desvaneció ante mis ojos. ¿Qué era lo que se cruzaba delante mío mientras esos sonidos orquestaban su aparición?
Me cercioré luego de mi anatomía, mis piernas estaban igual de atónitas que mi percepción ante tan informal sonido, mis manos palidecían con un leve hormigueo que subía por mis brazos, posteriormente, entumeciendo mis hombros, no podía siquiera mandar la mano a la verga para recostar mi aburrimiento en ella, me sentía en una camisa de fuerza que como un vampiro absorbía mis energías; qué me sucedía, qué había hecho ese sonido que no podía hacer yo antes, por qué el arquetipo que pintaba como imagen en mi mente era amorfa e insustentable pero las consecuencias eran contundentes, me sentía cada vez más grisáceo, más gótico.
Soterrado por el invierno de la caverna, mi condición corporal venía en decaimiento, no sopesaba los sonidos de origen desconocido, la inoportuna aparición y la pesquisa que me lanzaba carnaza por la hendidura de la entrada. No obstante, había algo que me sacudía con más vehemencia por encima del resto y era mi ausencia sustancial, el detrimento de mi existencia, la hilaridad de mi carácter. Posiblemente la carne me hacía maleable y unificado a la vez, pero aún seguía siendo carne de cañón para aquello que era yo. Azar, trivialidad. La precipitación del lugar empezaba a manifestarse, las gotas unas encima de otras salpicaban la furia del firmamento. Apenas podía percibirlo sobre el dulce lino infidente de la almohada, así que me dije: – Si estuviera lejos de la caverna todo sería más sencillo – me repetía una y mil veces – la condición de mi equipaje me enviaba a escenarios vilipendiosos en el que vagabundeaba por bocacalles a elección del “bazuco” – ¿ventajas? – Era un vagabundo – ¿desventajas? – si mi deseo siempre fue emprenderla contra el vituperio unilineal que despreciaba la amplitud de las fronteras de cualquier índole, en esa afrenta, ser un adicto también era renunciar a una vista panorámica de la “realidad” o de lo qué carajos sea eso. Empecé, entonces, no más que a sentir tristeza y angustia.
De repente una imagen. Asomó al lugar como un recuerdo particular, no fue un sonido ni ningún espanto aparente. Era simple, estrujaba con ferocidad ese caparazón apacible y limítrofe que me protegía, no fue primero una imagen, ella llegó luego en actuación racional ¿Por qué todo graficarlo mentalmente, hacerlo imagen? – Me consultaba entre el asombro – La hipóstasis siempre es sometida a la transmutación, el hombre es tan arrogante que le apuesta con espíritu de transeúnte a enjuiciar todo en su pasar y tan falto de explicaciones se dirige él mismo al cadalso, a la guillotina, a vivir eternamente en la certidumbre.
¡Mierda! ¿Qué diablos es eso? Ahora sí me fui para el carajo – socavón tras socavón pisaba y el hundimiento de mis suelas era implacable en esa superficie gelatinosa de la cual ignoraba su procedencia – ¡Maldita sea! era una figura que se pintaba en las paredes del lugar, pude ver cómo gesticulaba con ambiente malsano, decía:
-Aburrido. Aburrido, no haces sino pensar en ti. Con irascibilidad. ¿No te ves? – Preguntaba – suponiendo que yo entendía a qué se refería. La frialdad del momento impedía mi contrargumento.
– ¿No te ves? tan inútil, inoficioso, llevas días, meses, años, quizá siglos, en este bucle, casi a-temporal, tirado y literalmente echado en esta alberca, enfriándote, alimentándote de ti mismo, endureciéndote ¿Has escuchado de la catalepsia? – Preguntó, instantáneamente contestándose – qué vas a saber qué es eso si tu mundo eres tú y aun así te ufanas de que quieres “ir más allá” romper las barreras del tiempo y los paradigmas. Eres un imbécil, un falso hombre – de inmediato una carcajada a modo de sorna se esparció por todo el sitio.
– No – dije – haciendo caso omiso a lo que ulterior a la pregunta había hecho.
– Te explico, es una deficiencia del sistema nervioso central que se caracteriza por la inmovilidad de eso que llamas anatomía…
Me dije – no estoy solo en esta caverna ¿cómo esta bestia puede saber eso que pensaba? – o al menos eso que creía pensar.
– Pierde fuerza y deja de funcionar – continuaba – inclusive eso que se conoce como corazón al que el mundo le da un sentido bucólico y psicotrópico, deja de palpitar, por ende mueres. Pero no permanentemente como se quisiera, es un simple arrendamiento de las postrimerías.
En un espacio de osadía, olvidando ese lado circunspecto que me hacía mesurado e irredento – pronuncié- ¿y a mí eso qué, qué tiene que ver conmigo, por qué mejor no te devuelves por donde viniste y me dejas en paz, insecto? – sin examinar los pliegues que empezaban a irradiar alrededor del perímetro de esa figura que cada vez se hacía más real.
La reacción no fue como lo esperaba, con calma dijo – todo es una treta, la astucia diáfana del sufrimiento siempre llega, eres infeliz naturalmente, esos sonidos, esas aliteraciones a las que le estás atribuyendo misteriosas características que no te incumben son explicación de lo que te hace pútrido, asqueroso.
Se venía erosionando con más rudeza el muro, apenas permitía entrever en las grietas residuos de lava y alguna sustancia acuosa, ese lugar ya pasaba de tener un sentido antrópico a ser entrópico.
Las extremidades aún seguían quietas y yo solo pensaba en una especie de periplo irresoluble, el miedo estaba llegando a apretar su yugo y yo apenas pude decir: ¿y entonces la procedencia de esas anormalidades, me dices, no son de fenómenos externos? ¡Sí! yo los cree, como digas
– sintiéndome como un estúpido sabiendo que lo único que tenía que hacer era huir, ese meticuloso movimiento de la figura me auguraba un final espeluznante.
– Precisamente – dijo – ¿ya viste tu abdomen? es el corsé, sí, ese que suponías compartir contigo mismo, solo que ¿qué es eso? eres un estercolero acuciante y tan poco prístino, tan falto de identidad y no lo notas, tienes el mismo corsé.
Señaló alrededor suyo o por lo menos a lo que parecía tres composiciones amorfas iguales a mí – no entendía en absoluto lo que estaba pasando, unos segundos atrás, aunque esa cosa dijera que siglos, estaba tranquilo tratando de identificar anomalías en este imperturbable lugar.
¿El sonido? – interrumpió mis imprecisiones – calma – hizo una pausa, mientras tanto asomaba por entre el resquicio, lo que parecía otra base que lo sostenía – es exactamente lo que acabas de afirmar, imprecisiones – de nuevo arremete con mi lado invisible y yo maniatado, me dijo – son epifanías de lo real que mientras le das explicaciones pierden todo su sentido, obvias el carácter menesteroso de sentir el sonido así, puro, original, sin explicaciones, sin la suciedad del hombre escupiéndole.
A ver – ya más que inmerso en la charla que manteníamos – qué me dices de lo que vi, esa cosa deforme que se posó frente a mí y brindó, al parecer, en nombre de sí mismo, es decir, como de su aparición y luego se esfumó.
– Contestó – lo ignoraste absolutamente, lo nombraste “aparición” en un intento de contraatacar ese miedo que te entorpecía, pero nada, se quedó ahí en ese vacío inmedible; realmente no te aproximaste a ello, la aceptaste en su lado de otredad, de diferencia, no quisiste apoderarte de ella y a partir de ti mismo darle un significado, porque para ese tipo de cosas te has educado. Pero no te das cuenta, temiste y sigues temiéndome…
– Desmadejado se lanzó hacía mi por entre los relieves volcánicos que tenía mi cuarto, mi cueva, mi cripta. Esquivando con sagacidad la impetuosidad de los obstáculos. Antes de que llegara a mí, alcancé a ulular auxilios adosado a mi yoidad – No dio espera eso y dijo: sígueme explicando, graneando, sígueme anudando, sígueme alimentando, hazte una pregunta ¿dónde estaría yo si tú no estuvieras? ¿Qué hace la muerte cuando la vida está de turno? – acechándome definitivamente tajó desde la yugular hasta la clavícula saboreándose como un manjar para luego terminar dibujando piezas y pintando una obra de arte en las cavidades de la cueva con lo que escurría de mi sangre, luego rematándome extirpó mi cráneo en el suelo, diseminando lo que aún quedaba de sesos, caldo de cultivo para su ilustración. Todo lo perpetuaba como un ser consumado de excitación con un gozo que producía estertores de felicidad y satisfacción.
¡Suficiente! grite, era yo nuevamente, pero había cambiado algo, el victimario me atravesaba con sus ojos todos los sedientos. Me miraba fijamente, no sé si era un espejo, pero ahí estaba yo, con la culpa y el castigo en el mirar, con la erección de un asesino consumado que acaba de perpetuar su crimen canónico, hambriento de nuevo…
Daniel Rodríguez Gallego*
Estudiante de Sociología
Universidad Santo Tomás
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ARTE-FACTO. Revista de Estudiantes de Humanidades
ISSN 2619-421X (en línea) julio de 2019 No. 11