David Ríos*
Sobre un lienzo blanco de nieve, el día de navidad de 1956, el escritor suizo Robert Walser cayó muerto después de pasar veintitrés años recluido en un sanatorio, y haber dejado al mundo, una de las obras literarias más profundas y humildes de las que tenga noticia.
Por lo general, los artistas sueñan con la gloria y el aplauso, y trabajan incansablemente para conseguir un reconocimiento que calme sus demonios interiores. Walser, en cambio, a juzgar por su vida y sus escritos, amaba la modestia y la derrota. Para probarlo bastaría tan solo con recordar el argumento de su novela “Jakob von Gunten", en la que un joven aristócrata vive internado por voluntad propia en una institución educativa cuyo principal objetivo es el de formar empleados obedientes, sin más ambiciones que la de servir a sus amos. En dicha novela, en medio de una ensoñación, el joven aristócrata se ve a sí mismo marchando junto a los ejércitos napoleónicos, cuyo destino fue la derrota en las heladas estepas rusas. En su fantasía, avanza casi inconscientemente a lo que el lector de antemano sabe que será un cruel fracaso. De vez en cuando, en medio de las enormes planicies cubiertas de nieve y los campesinos que lo ven pasar frente a ellos, Jakob siente el peso de su destino, sin que esto le impida seguir a pesar de las miserias y las atrocidades, hasta convertirse simplemente en una pieza más del enorme mecanismo de la guerra, perdiendo con esto su pasado, su futuro y todo aquello que lo hace un hombre; dejando a un lado cualquier deseo de gloria militar o reconocimiento, como si le bastara tan solo con ser parte de la derrota de su ejército para sentirse justificado.
En “El pequeño zoológico”, una antología de textos breves publicada muchos años después de su muerte, Walser utiliza los destinos de los animales y los hombres para narrar su particular visión del mundo. En alguno de esos breves relatos nos habla de un hombre “Despreocupado y alegre como solo puede estarlo un auténtico don nadie”. En otro, presenciamos la miseria de un león en cautiverio, de quien dice: “es autor e intérprete de sí mismo”, y aun cuando apesadumbrado nos narra como la bestia ha pasado a ser tan solo una atracción más, enjaulada para el disfrute de los torpes visitantes del zoológico, finalmente nos invita a admirar su dignidad innata, al presentarlo moviéndose “De un lado a otro con la poderosa cola azotando el suelo”. Sin embargo, el culto por la modestia no es la única virtud de Walser, quien logra muchas veces conmovernos con la dulzura de su carácter, sin tener que acudir al patetismo de la tragedia, como ocurre en el relato titulado: Querida y diminuta golondrina. En este texto, un hombre escribe una breve carta a un ave, describiendo con admiración su vuelo y su alado destino de pájaro, para luego terminar despidiéndose de ella con estas palabras: “Confío en que te guste estar entre nosotros y te pido que vaciles mucho antes de marcharte, pues tu partida augura el frío; pero de momento estás aquí, y, mientras sea así, disfrutaremos el verano”.
Indudablemente Walser es antes que nada un poeta, en el sentido más hermoso de la palabra, y sus textos a pesar de ser confusos en algunas ocasiones y extremadamente fantasiosos en otras, reflejan la vida interior de un escritor muy peculiar, que tal vez no cuente con un enorme reconocimiento por parte del público, pero que secretamente influyó en uno de los grandes autores en la historia de la literatura, como lo fue Franz Kafka. Esto se evidencia por ejemplo en la naturaleza del instituto Benjamenta, institución educativa a la que acude el personaje principal de la novela mencionada en párrafos anteriores, y que nos recuerda el castillo de la novela homónima de Kafka, al ser un ente incomprensible y decadente, que los personajes reverencian e incluso aceptan y obedecen, aún a costa de sus propias vidas. Así mismo al leer el relato Teatro gatuno de Walser, en el que una gatita, después de ser raptada de su hogar, termina adentrándose en la azarosa y perniciosa vida del cabaré, es imposible no pensar en el cuento Josefina la cantora o el pueblo de los ratones de Kafka. En ambos textos, los autores utilizan a los animales humanizados, no como un pretexto para dar una insípida moraleja, sino como un recurso narrativo que confiere a los relatos una incómoda fantasía, bajo la que cual yacen sus peculiares observaciones del mundo y la humanidad.
Igual que con Kafka, al leer a Robert Walser el lector tiene la extraña sensación de habitar una densa bruma dentro de la que hay escondida una verdad absoluta, la cual nunca le es revelada por completo. En el caso del célebre checo, dicha verdad es un verdad terrible y abominable, en el de Walser, en cambio, es una verdad inocente y quizás infantil, que nos explica el mundo y nos invita a aceptarlo tal y como es. Lo anterior, así como la belleza y secreta complejidad de sus palabras, me ha llevado a pensar que leer a este autor, se trata quizás de una singular experiencia mística. Y no deja de parecerme extraño que un hombre en el que no encontrado angustia o amargura en sus escritos, haya influenciado a un soñador de pesadillas como lo fue Franz Kafka.
Reconozco en Kafka, el reflejo de Walser, eso sí, es un reflejo deformado, quizás enriquecido, pero nunca exacto, dado que entre las muchas cosas que han poblado el mundo, tristemente no ha existido aún un espejo capaz de repetir el rostro de un ángel.
David Ríos*
Autor y compositor
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ARTE-FACTO Revista de Estudiantes de Humanidades. ISSN 2619-421X (en línea) enero de 2020 No. 13