Andrea Elizabeth Quiroz Palles*
Detrás de la calle perdida, apareció aquel hombre de chaqueta negra. Parecía un poco confundido, caminaba de un lado a otro sin decidirse por dónde avanzar. El confinamiento de dos meses nubló un poco su esperanza. El virus pasó con una oleada mortal, encontrando desprevenido a cualquier ciudadano de aquí y de allá. Las noticias atiborraban su estado de ánimo y procuraba mantenerse firme en su soledad, afrontándola con pasajes de novela de todos los tiempos. No tenía familia, pero sí “amigos” que lo saludaban desconfiados desde la ventana y le compartían algunos alimentos.
Entre las calles medias vacías se alzó un aroma de pan tostado. Meditando se dirigió a la pizzería contigua a la catedral. Aquella pizzería, donde en varias ocasiones se carcajeó de la risa. La particular estructura del lugar era triangular, al interior, cada esquina estaba un estante con decoraciones diferentes; en la primera esquina había una serie de suvenires, quizá era una colección de un constante viajero; en la segunda esquina estaban todos los reconocimientos de Calypso Martínez, el mejor panadero de la ciudad; la tercera esquina contaba con un estante de libros, todos bien organizados y con tapa dura; algunos parecían códices de la Edad Media. Al repasar el estante con su mirada, se detuvo en un libro el cual estaba cubierto de una tapa dorada. No tenía título. Marcos miró alrededor, en ese momento pudo más la curiosidad que el hambre; procuró esperar un poco para cerciorarse que los escasos clientes estuvieran concentrados en la degustación de la variedad de pizza que les servían.
Como ladrón principiante, sintió un escalofrío en el cuerpo mientras estiraba su brazo para alcanzar el libro. Se dirigió a una mesa poco iluminada, ahí en el lugar apartado pensó deleitarse con el contenido del texto. Abrió el libro y sintió el craqueo de la primera hoja, no había nada. Pasó a la segunda, pero no había escrito alguno. El libro estaba en blanco. ¿Un libro en blanco? Se preguntó. El blanco reflejaba su vacío interno de varios días encerramiento, el frío, el hambre, la soledad y las pesadillas. Repasó de nuevo las primeras páginas y como en acto de magia pudo apreciar una frase que se activaba con la tenue luz: “Este libro está dirigido al valiente escritor”. Se detuvo a pensar por un momento advirtiendo que él no era un escritor; tampoco se había interesado en hacerlo; reconocía una inclinación por la literatura, un aliciente en muchos episodios de crisis. En otro lapso tuvo en cuenta su futuro ideal: viéndose al lado de sus hijos, enseñándoles lecturas sobre fantasía, poemas variados y notas musicales.
Pasaron treinta minutos en esos pensamientos, el hambre regresó de nuevo, se acercó a la recepción y solicitó una porción de pizza hawaiana, era su preferida. La saboreó como nunca, el día anterior había estado caminando todo el día buscando un empleo; no obstante, todavía no aparecía una oportunidad. Pagó la porción de pizza con las últimas monedas que le quedaban; al día siguiente un pan sería suficiente.
Regresó a su pieza, con un aire turbio, con la sangre en los pies. El libro envuelto en el pañuelo escondido en su mochila diaria. Estaba nervioso, nunca había robado cosa alguna. En cierta ocasión lo intentó en la biblioteca de la universidad, sin lograr el cometido. Se trataba de una colección de cuentos de Jorge Luis Borges.
Recostado en su aposento se dispuso a examinar las hojas, sólo un blanco resplandeciente se posaba sobre el libro, no había nada, era un libro abierto a la espera de la imaginación y la tinta.
Estaba intranquilo, tenía el deseo de regresar y dejar el libro en la pizzería; no obstante, por primera vez sintió la inclinación de escribir algo. Recordó el texto de Vargas Llosa: Cartas a un joven novelista, después pasó por la mente la obra de Kafka: La Metamorfosis; deambuló con El Extranjero de Albert Camus; navegó con La odisea de Homero; se proyectó en unos instantes en el realismo mágico de Márquez en sus Cien años de soledad; deliró un poco con Las flores del mal de Charles Baudelaire y ojeó de nuevo Las mil y una noches…Pensó en el anhelo que tenía de pequeño en procurar leer un libro, para entonces, ya había cumplido más allá del récord. Sus días de hastío, los domingos de soledad, los mataba un poco con estos personajes, más allá de un requerimiento del curso de literatura universal del colegio que dejó hace algunos años y del presente continuo en la universidad.
El tiempo pasaba inadvertido, las ideas no fluían. No sabía si utilizar bolígrafo o lápiz. La hoja en blanco de frente adivinaba su miedo a escribir. El olor a pizza todavía permanecía en sus dedos, imaginaba estar comiendo de nuevo, un gusto de tantos que menguaba las ganas de saborear algo distinto en tantos días, era un deleite que se podía repetir en cualquier momento. Y es que, en realidad, en alguna ocasión se dejó inspirar por la poesía comestible, la literatura cobraba vigor desde esa perspectiva. Finalmente, se decidió utilizar lápiz, sin advertir rodeos. Caminó un poco degustando un tinto, el sol todavía estaba soportable. Adivinó que el zaguán con su aire fresco, lo invitaba a salir. En el césped buscó el árbol de acacia, se refugió en su ser y se dispuso a escribir. El último sorbo de café. La inspiración propia surgió de la nada, el libro se llenó.
Este cuento fue el ganador del segundo puesto en el I Concurso de Cuento Corto " Relatos de la cotidianidad" de ArteFacto. Revista de estudiantes de humanidades y el Departamento de Humanidades y Formación Integral realizado en abril de 2020.
Andrea Elizabeth Quiroz Palles*
Estudiante de Licenciatura en filosofía y letras
CAU Pasto-Universidad Santo Tomás
Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor y
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ARTE-FACTO Revista de Estudiantes de Humanidades. ISSN 2619-421X (en línea) octubre de 2020 No. 16