Michael Felipe Alonso Niño*
La voz de auxilio eran unos trapos rojos colgando en las ventanas de las zonas más populares del país, el séptimo país más desigual del mundo tenía miles de alacenas sin un mercado; un trapo fue la marca del hambre y de una pobreza extrema como consecuencia de una crisis sanitaria a nivel mundial (COVID-19).
Eran personas sin trabajo y con hambre en manos de un presidente, de un ministro de hacienda y de un gobierno nacional en general que desconocía las necesidades de quienes los habían elegido democráticamente, fue entonces cuando una reforma tributaria empezaba a ser redactada en las ramas de poder más importantes del país, era en aquella plaza de Bolívar donde sus cientos de palomas revolotean a diario sobre aquellas grandes, arquitectónicas y coloniales instalaciones donde se debatían las necesidades, la escasez, las oportunidades, la vida, los sueños y el futuro de toda una juventud esperanzada.
Se veía venir un golpe, la estocada del hambre contra un gobierno comenzaba a gestarse desde las zonas populares. Tenderos, artistas, trabajadores, sindicatos, estudiantes, personal de la salud, comunidades indígenas, jóvenes, ancianos y de todas las edades se organizaban días antes de darle inicio al estallido social. Las plazas, los barrios y las calles se convertirían en zonas de arte, de trapos, de pinturas, de arengas y de ollas comunitarias como un preaviso para el gobierno nacional si no retiraban de inmediato a lo que ellos designaron como el “paquetazo de Duque”.
El calendario marcaba un 28 de abril el inicio de un gran paro nacional, el clima no importaba, la pandemia tampoco, en las calles se juntaban todos los sectores que veían una afectación a sus bolsillos, a su futuro y al de los suyos si se aprobaba la nefasta reforma. Ya no eran trapos rojos, eran banderas de Colombia, de partidos políticos, de personas diversas y de comunidades indígenas las que visualmente eran lo más alto batiendo de lado a lado al ritmo de la marcha. Todo era arte, baile, risas, gritos, pitos, música y lágrimas de esperanza lo que se vivió durante toda la jornada.
Se extendió el paro, no por un día sino por dos meses y con ello la oportunidad de las comunidades indígenas de reivindicar sus derechos; los indígenas con su avanzada lograron tumbar monumentos que significaban una burla y un dolor para sus antepasados. La comunidad Misak acusó a Sebastián de Benalcázar (conquistador español) de genocida, despojador y violador de mujeres logrando derrumbarlo en Cali. Tampoco se salvó la capital, le llegó la sentencia a Jiménez de Quezada (otro conquistador español, fundador de Bogotá) ubicado en la plazoleta de la Universidad del Rosario. De esta manera tumbaban de forma simbólica los monumentos de conquistadores en todo el país, recordando y reivindicando las historias oscuras que escondían aquellas piedras talladas.
Los municipios fueron participantes activos durante toda la jornada del gran paro nacional. Jornadas organizadas desde las 3am hasta las 10pm era el caso que se presenciaba en Madrid Cundinamarca, un municipio ubicado a 21km de la capital, caracterizado por ser el principal municipio floricultor del país con su lema “Madrid Bella Flor de la Sabana”.
En la bella flor de la sabana no cayeron monumentos, aquí cayo un soñador cuyas flores fueron el camino con destino al panteón.
El calendario marcaba un primero de mayo, un reloj daba las 9am de un sábado soleado; un joven de 24 años, tez blanca, cabello corto, crespo, brackets e hincha a morir del nacional recorría junto a su hijo y su madre los cerros madrileños, una caminata llena de árboles, flores, aves, un aire puro alejado de la contaminación de la urbanidad, un camino marcado por bicicletas y zapatos de las diferentes familias que visitan a diario este territorio lleno de sonrisas que complementaban aquel paisaje natural, fue la última rutina familiar de un joven soñador, el ultimo recuerdo de lo que después sería toda una vida sin padre para un niño y sin un hijo para una madre. Aquí las últimas palabras que recuerda Flor Niño de su hijo:
—Me voy a pelear por sus derechos, por mis derechos y por los de mi hijo.
Después la despedida fue el beso en la frente en aquel umbral de una casa cuya energía era acogedora.
Directo a la manifestación pacífica convocada por el comité de paro de Madrid, en un puente del barrio sosiego, saliendo de Madrid vía Facatativá, fue a dar Brayan en horas de la noche. Cientos de personas entre ellos niños y familias en general bailaban al ritmo de música Andina, carranga y música protesta en medio de la calle, artistas, trapos y un canelazo de compartir, todo un escenario de un carnaval popular, era el arte más digno de admirar en tiempos de revolución, una obra de arte titulada esperanza.
Un live por Facebook del alcalde del municipio, advertía con una voz temblorosa y en un punto amenazadora a quienes estuvieran allí que se dirigieran de inmediato a sus casas, pues el ESMAD iba en camino ya que la llamada de un vecino del sector alertó a la policía de que, según él, le estaban prendiendo fuego a la estación de policía que quedaba a unas 3 cuadras de donde se realizaba aquella manifestación pacífica. Reprimir era el objetivo, desbloquear las calles a como diera lugar era la orden de los altos mandos.
El reloj marcaba las 8pm, era falsa la llamada, no ardía la estación, ardía únicamente en toda la calle una olla con canelazo; de cerca se veía una tanqueta que se aproximaba al puente en el que se resistía a punta de alegría, donde según los protocolos del ESMAD estos se tienen que dirigir al lugar donde se presentan los disturbios (en este caso tenía que ser directo a la estación de policía). Gases lacrimógenos eran lanzados desde lejos, unos 50 matrimonios con escudos, armas, sirenas y lo que parecían robots humanos con esos grandes uniformes para protegerse de cualquier ataque (uniformes que le cuestan al estado más de unos 10 millones por agente).
El arte digno de admirar se tornó algo violento, pero siempre admirable. A correr, a esconderse o a pelear en el campo de acción cuyos héroes eran los hoy perseguidos, estigmatizados y presos de la primera línea que se organizaban con escudos de lata o hasta con las tablas de la cama, piedras y molotovs combatiendo al terror, al estruendo de las balas, a la sevicia de los agentes y a las chispas que se veían deslumbrando en el cielo. No había salida, estaban encerrados, muertos del miedo, pero luchando.
Las casas de aquel barrio fueron lugares de resguardo, el salón comunal un centro de primeros auxilios, y aquella cuadra de esa panadería esquinera donde la primera línea protegía al pueblo de los verdugos hoy sería llamada “la calle de la resistencia”. Un helicóptero sobrevolaba todo el territorio madrileño, gritos de madres, de niños, jóvenes y ancianos era el estruendo más grande de terror jamás escuchado en lo que antes era un territorio de paz.
El reloj marcaba las 9 p.m. y en aquel sector no solo se respiraba lucha, también el lacrimógeno que despiadadamente lanzaban los verdugos a las casas o a donde cayera con tal de contener a aquel pueblo fuerte y resistente. Las caras y la ropa eran lavadas en leche o en agua con bicarbonato para no ahogarse con aquellos químicos.
El reloj marcaba las 9:15 p.m. y Brayan parado cerca al puente fue dado de baja como un enemigo del Estado. A unos 5 mts. desde la tanqueta le apuntaron y le dispararon a quemarropa, proporcionándole un disparo en el ojo derecho y otro rozándole el pecho. No dejaron auxiliarlo, el ESMAD seguía atacando para que no se acercaran al cuerpo de aquel joven que agonizaba en el andén cuya sangre se desplazaría por debajo del hoy conocido como “el puente de Brayan Niño” convirtiéndose en un símbolo de lucha y resistencia.
El reloj marcaba las 9:35 p.m., pasados unos 20min logran subirlo a una moto para dirigirlo al hospital y ¡pum! un disparo al conductor de la moto y cae Brayan de nuevo al suelo. El reloj no dejaba de marcar y cualquier minuto era valioso para salvarle la vida, pasados otros minutos lo suben a otra moto y está a toda velocidad sí logra llegar al hospital, pero allí el reloj de su vida ya había dejado de marcar, había llegado sin signos vitales. 5 mts. fueron suficientes para acabar con la vida de un joven de 24 años, de un padre e hijo soñador. Por supuesto No fue la noche más linda del mundo como la canción de Adalberto Santiago, pues altos que son los dolores cuando matan a quien lucha como la canción de la muchacha.
El calendario marcaba un dos de mayo y las lágrimas marcaban el rostro del dolor de una familia. No había sol, el municipio era una penumbra, el aire era denso en las calles, era como si la naturaleza también se uniera a aquel duelo. Velas y flores para el homenaje al guerrero, caravana de motos y carros, el himno y una trompeta fue la despedía hecha en la plazoleta de Madrid con sus cientos de asistentes que provenían de Facatativá, Mosquera y Funza como muestra de apoyo y solidaridad a la familia ¡ni un minuto de silencio! gritaban en una sola voz en aquella multitudinaria plaza. Los habitantes de los alrededores de la capital habían comprendido que aquellos que dicen protegernos están manchados de sangre y que no es una manzana podrida, que es toda una banda criminal que necesita ser reformada desde sus raíces.
El calendario ya casi marca dos años desde que Brayan Fernando Niño Araque fuera asesinado, y aunque el calendario sigue marcando como si nada, para Flor Niño y su familia, la espina sigue ahí, intacta. Una madre resiliente, que aun revictimizada sigue clamando justicia por su hijo. Si la justicia divina no llega, la justicia colombiana menos, entonces ¿en qué va el caso?
A tu memoria Brayan, mi vida y mis letras…
Michael Felipe Alonso Niño*
Estudiante de Sociología
Universidad Santo Tomás