Ximena Andrea Arias Contreras*
Año 1990, en los recónditos campos de Tauramena, Casanare, una tragedia desgarradora marcó la vida de Adriano, un humilde campesino que vio cómo su hogar fue azotado por las garras implacables del conflicto armado que se alzaron en los llanos colombianos, despojándole a Adriano su finca y con ella, su sustento y arraigo. Llega febrero y en medio de esta pesadilla, el destino cruel le arrebata a uno de sus 15 hijos, un acto de violencia que lo hace abandonar todo lo que conocía y emprender una huida de la mano de su esposa y demás hijos.
Fue en mayo, tres meses después cerca de aquel lugar, en el pequeño pueblo de Aguazul, Casanare, donde Adriano buscó refugio y comenzó a reconstruir los fragmentos de su vida. Entre las calles empedradas y la tranquilidad provincial de Aguazul, Adriano enfrentó los desafíos de un nuevo comienzo. En esta crónica se relata la vivencia de mi abuelo, uno de los millones de colombianos que han sido desplazados, una voz entre los múltiples relatos de aquellos que han sufrido las consecuencias de la violencia y han luchado por encontrar la esperanza en medio de la adversidad.
13 febrero, 1990. Esa mañana, el sol emergió resplandeciente en el horizonte, pintando el paisaje con tonalidades doradas, ajeno a la tragedia que acechaba al humilde campesino. Adriano se despertó temprano, como lo hacía cada día, sin sospechar que su vida daría un giro irreversible. Estaba en la mesa desayunando con su esposa y algunos de sus hijos, otros aún seguían durmiendo. Juana, la madre de sus hijos, sirvió el desayuno y con mucho apetito él se lo devoró.
7:00 a.m, termina de comer y se alista para ir a trabajar en una finca aledaña llamada “El Amanecer”. La mañana se presentaba prometedora, llena de la energía propia de los llanos. Los colores intensos de la naturaleza, los cantos de las aves y el murmullo de los ríos cercanos eran la banda sonora. Ahí iba él con su mochila al hombro y su sombrero criollo, “echando pata como un llanero solitario”.
El hombre trabajaba en cualquier oficio que implicaba fuerza, y por supuesto que se necesitara en una finca. Esos días lo habían contratado para construir una cerca y ya le quedaban pocos jornales para terminarla. Al llegar a la inmensa sabana se encontró a su jefe, no era realmente una relación profesional, por lo que se saludaron "—¡Buenos días, parientico! ¿Cómo amaneció hoy? —dijo su jefe." Se estrecharon la mano y Adriano comenzó su trabajo.
Pasó la mañana y llegó el medio día. Adriano estaba guardando sus herramientas para ir a casa a almorzar cuando escuchó un fuerte disparo resonar en el aire. Las garzas que anidaban cerca del río se alzaron en vuelo, perturbadas por el estruendo repentino. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Adriano mientras sus sentidos se agudizaban en alerta. Al principio, el sonido lo alarmó, pero luego, tratando de calmar su inquietud, pensó que tal vez era solo alguien cazando en los alrededores. Aunque aún se sentía incómodo, decidió seguir adelante y regresar a su casa para almorzar. Al llegar, encontró a su esposa y a sus hijos reunidos en la sala, con rostros preocupados. Sabía de inmediato que también habían escuchado el disparo.
—¿Qué sería ese tiro? —preguntó Adriano, tratando de ocultar su propia inquietud.
Juana, con una mirada tensa en su rostro, respondió:
—Eso debe haber sido alguien cazando animalitos.
Después de almorzar, Adriano y su familia se percataron de que faltaba Ancelmo, uno de sus dos únicos hijos varones. La ausencia repentina de su hijo llenó la casa de angustia y preocupación.
—¿Dónde andará Ancelmo? —preguntó Juana con voz temblorosa—. Hace rato que no lo vemos.
Adriano apretó los puños, sintiendo un nudo en la garganta, sin perder tiempo, agarró su escopeta y salió corriendo de la casa, seguido de cerca por Juana.
El sol seguía alto en el cielo mientras Adriano y Juana recorrían el camino hacia la inmensa sabana. Cada paso que daban estaba cargado de ansiedad y temor por lo que podrían encontrar. Su mente se llenaba de pensamientos oscuros y preocupantes. Después de unos minutos de búsqueda, Adriano divisó algo en el suelo, una figura que yacía inmóvil era Ancelmo. Un silencio desgarrador envolvió el lugar mientras Adriano y Juana se aferraban a la triste realidad que tenían frente a ellos. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, mezclándose con la impotencia y el dolor.
Un mes después, el peso del dolor y la sed de justicia seguían pesando sobre Adriano y Juana. Ellos se negaban a dejar en el olvido el trágico destino de su amado hijo Ancelmo. Con valentía y determinación, Adriano tomó la decisión de ir a las calles de Tauramena en busca de respuestas.
Con su sombrero criollo y el rostro marcado por el dolor, Adriano caminó por las calles de Tauramena, dispuesto a preguntar a todos aquellos que pudieran tener información sobre la muerte de Ancelmo. Fue así como el eco de su búsqueda llegó a oídos equivocados, pues, semanas más tarde, mientras Adriano hablaba con un vecino en una esquina tranquila, un hombre misterioso se acercó sigilosamente. Su mirada era fría y penetrante, y su voz resonó con un tono amenazante.
—Escuche bien, señor Adriano —susurró el hombre misterioso con una sonrisa siniestra—. Deje de buscar respuestas si no quiere acabar como tu hijo. Si se atreve a seguir adelante, será el próximo.
Las palabras hicieron que la sangre de Adriano se helara en sus venas. El temor y la angustia se entrelazaron en su corazón, pero también se mezclaron con una rabia ardiente. Sin embargo, sabía que estaba frente a una fuerza oscura y peligrosa, una que no debía subestimar.
A partir de ese momento, Adriano se vio atrapado en un dilema desgarrador. Por un lado, ardía en deseos de descubrir la verdad y hacer justicia por su hijo. Pero, por otro lado, sabía que su seguridad y la de su familia estaban en juego. La sombra del miedo se extendía sobre él, tejiendo una red de silencio que parecía impenetrable. Fue así como el 10 de abril, Adriano tomó una decisión difícil pero necesaria en ese momento. Decidió guardar silencio, al menos de manera pública, aunque su corazón clamaba por la justicia.
Pero eso no era suficiente, porque unos días más tarde llegó una amenaza más a su hogar, les habían mandado a decir que si no se iban de su tierra los mataban a todos. Así que la familia de Adriano preparó sus escasas pertenencias para abandonar la tierra que los había visto nacer y crecer. El dolor y la tristeza llenaban el aire mientras se despedían de su hogar y de los recuerdos que habían construido con tanto esfuerzo.
Llegó un nuevo mes y con él en Aguazul, comenzaron a reconstruir sus vidas paso a paso. Aunque el dolor y la pérdida seguían presentes, encontraron en la comunidad un apoyo invaluable. Poco a poco, Adriano se involucró en el tejido social del pueblo, trabajando arduamente para encontrar trabajo y brindar sustento a su familia, y así lo hizo, entró a trabajar en una compañía petrolera, posteriormente como obrero en la construcción de un puente en aquel pueblo y así fue logrando una estabilidad a través de los años.
Hasta la fecha de hoy, año 2023, Adriano y su familia no han logrado recuperar sus tierras. A pesar de su persistencia y esfuerzos, la restitución de su hogar sigue siendo un anhelo inalcanzable. La injusticia y el despojo continúan pesando sobre ellos, recordándoles la vulnerabilidad y el sufrimiento que han experimentado.
Y así, la historia de Adriano, como la de tantos otros, nos recuerda la necesidad de seguir luchando por la verdad, la justicia y la reparación de aquellos que han sido afectados por la violencia y el despojo.
Ximena Andrea Arias Contreras*
Estudiante de Estadística
Universidad Santo Tomás