Daniel Restrepo Sánchez*
Son las tres de la madrugada y la taza de café humeante que tengo delante no se decide a aclararme si es muy temprano o muy tarde. Otra vez se me pasaron las horas escribiendo comentarios de forma y contenido entre renglones de textos escritos a la carrera, sin cuidado y sin gracia. Y frente al humo que se levanta de la taza, no puedo más que recordar, con una sonrisa rota y hacia adentro, esa sensación de hace años cuando todavía creía en la docencia, no tenía canas en la barba y los renglones que leía me parecían mejor escritos.
Cuando estamos jóvenes nos venden la idea de que podemos cambiar el mundo, que nuestra huella será indeleble y que si nos esforzamos mucho podremos cumplir todos nuestros sueños profesionales. Jamás creí realmente ese cuento. Empecé a estudiar Filosofía muy consciente de lo efímero de la vida, de lo superfluo de nuestro paso por el mundo, y de lo banal de nuestras acciones, y cuando terminé mis estudios estaba convencido de todo eso, y además de que la educación, en este país, y para las nuevas generaciones, no era un lujo, era otra cosa, porque por lo general la juventud busca rodearse de lujos.
La educación, y mejor aún la formación en filosofía, me parecía en mis primeros años como recién graduado, una piedra en el camino, un pequeño guijarro que nos encontramos al transitar un sendero y vamos pateando con cada paso que damos, puede que nos alegre y nos distraiga en el camino, pero tan pronto lo dejemos de lado, igual seguiremos andando, y nada habrá cambiado; a menos que seamos tan obstinados como para patear el pequeño guijarro todo nuestro camino, por la mera satisfacción de hacerlo. Este pensamiento, esa inocente comparación, me generó satisfacción, casi tanta como el sorbo de café caliente que lo acompañó. Esa satisfacción del intelectual que ha dado con una idea que cree valiosa, tanto como para guardarla para sí, pero no tanto como para compartirla en voz alta.
Empecé mi labor docente con la idea de que bien podrían mis estudiantes no compartir mi amor por la sabiduría, pero igual con la convicción de que compartiría con ellos algunas ideas que, como guijarros en el camino, pudieran ser interesantes, y que al menos pudieran acompañarlos un trecho del camino. Una aproximación bastante seca, realista, despojada de mucha de la magia con la que normalmente los profesores se expresan de su labor, pero al menos reflejaba unas expectativas ajustadas a lo que podría ser la realidad.
Al comienzo, he de reconocerlo, me descubrí a mí mismo entusiasmado, motivado, incluso, con la idea de poder compartir mis conocimientos y colaborar en el cultivo de las jóvenes mentes; pero más temprano que tarde me di cuenta de que, si bien siempre hubo excepciones que hicieron llevaderos los años delante del tablero, la dura realidad es que a los jóvenes no les importa la filosofía. Y no es que no les guste, es que no se permiten conocerla lo suficiente como para saber si les gusta. Y así el guijarro que con despreocupada alegría se va pateando por el camino de la vida, empezó a convertirse en un pedrusco cada vez más grande, cada año más pesado, hasta que cada patada lo movía menos y dolía más.
Tibio. Así estuvo el nuevo sorbo que le di a la taza. En ese punto en el que todavía se puede tomar el café, pero ya sabes que, si dejas seguir pasando el tiempo, los próximos sorbos no serán agradables, serán fríos y amargos. Tibio como esos años intermedios en los que los días pasaban sin gracia, pero sí dejando, poco a poco, su cúmulo de cansancio que después se haría insoportable. Pudo ser la rutina de repetir los mismos contenidos año tras años porque las directivas no aprobaban cambios en el plan de estudios, o la angustia de tener que repetir lo mismo a caras nuevas cada año con los mismos resultados: apatía y mediocridad, pero algo se iba acumulando en mi mente y en mi pecho que hacía cada vez más difícil seguir haciendo lo mismo.
Fue en estos años, tibios como el café que tengo enfrente, en los que, casi como una revelación llegué a comparar a la figura del profesor con la de un héroe salido de las tragedias griegas. La labor depositada en el educador es hercúlea en su complejidad y dificultad, pero como Sísifo, se enfrenta al absurdo de volver a empezar cada año, de repetir y repetir, en el fondo, siempre lo mismo, con los mismos resultados. Es la condena de unos dioses que solo esperan a que el condenado vea pasar, ante sus propios ojos, su vida un día a la vez. Razón tenía Camus con su Sísifo: ante el absurdo, el único problema verdaderamente filosófico es el suicidio, aunque no solucione nada, pues siempre nos matamos demasiado tarde. Lo debió pensar con un café tibio enfrente.
Hacia el final todo parece más oscuro definitivamente, como envuelto en un velo de tragedia clásica. El hastío hace que todo parezca insostenible. Puede que sea así, o puede que sea mi impresión, pero cada vez me parecen más ridículas las labores del día a día, más carentes de sentido. Las ideas que salen de esas mentes que tengo frente a mí me parecen un dejà vu, y es que después de casi una década, estoy convencido de que lo son. Y, ante todo, la sensación de opresión y estancamiento que genera el ambiente escolar es lo que hace más asfixiante la situación. Me cansé, fue la conclusión a la que llegué, ya no puedo seguir haciendo lo mismo y viendo cómo se me escapa la vida, dejando tras de sí nada más que la certeza de no dejar nada.
Normalmente las cosas no cambian por sí solas, Newton propuso un principio que no solo aplica a los fenómenos físicos, para que algo cambie debe obrar alguna fuerza que cambie el rumbo de los eventos, para bien o para mal. Y también, normalmente, cuando en la vida se está tan estancado como yo me sentía, ese momento de resolución llega de golpe y pone en movimiento todo el sistema. Puede que sea un gran evento en concreto, o la acumulación de muchos pequeños momentos, pero la sensación de un punto de inflexión en la vida, y pocos hay, se asemeja mucho a este último trago que tomo de mi taza. Es frío, se apura rápido, estremece el cuerpo, y marca el final incuestionable de algo.
Como este último trago de café frío, y como el último de los ensayos que termino de revisar por esta noche, así mismo decido que voy a terminar con mi vida como la he estado viviendo. No me voy a matar, en eso tenía razón Camus, no hay mucho sentido en ello, pero dejaré mi vida atrás, fueron ocho años frente al tablero, sin contar todo el tiempo que me llevó llegar hasta allí; pero a diferencia de Sísifo, puedo abandonar mi tarea y emprender una nueva. Puedo ver la roca rodar cuesta abajo y simplemente darle la espalda con la consciencia tranquila de que lo estoy haciendo porque quiero buscar otra vida para mí. “Empecemos a estudiar derecho”, me digo a mí mismo mientras caliento el agua para una nueva taza de café.
Daniel Restrepo Sánchez*
Estudiante de Derecho
Universidad Santo Tomás