Fabian Eduardo Cajamarca Reyes*
Todo empezó como una noche común entre cervezas, amigos y curiosidad adolescente. Un brownie galáctico comprado en una calle empedrada de La Candelaria prometía un viaje psicoactivo inmediato, pero lo que vino después fue otra cosa: la espera, la frustración, la carcajada inesperada, el delirio compartido y una caminata solitaria por Bogotá convertida en escena surrealista. Esta es la historia de cómo un viaje llegó... pero no cuando lo esperaban.
Hace unos cuatro años viví una experiencia que, aunque en su momento fue caótica, hoy recuerdo con una mezcla de risa, vergüenza y algo de nostalgia. Fue la primera (y última) vez que probé un brownie de marihuana. Todo comenzó una tarde cualquiera en La Candelaria, en Bogotá, con una amiga tan curiosa e ingenua como yo.
Habíamos oído historias sobre los famosos brownies galácticos. Decían que ofrecían un viaje distinto, más mental que físico. Como suele pasar con lo prohibido, la curiosidad pudo más. Era viernes en la noche, de esos en los que el cuerpo y el alma solo quieren calle. Estábamos parchando por ahí, tomando cerveza en el Chorro de Quevedo, cuando subiendo por la Calle del Embudo, justo en la entrada de la plaza, se nos acercó muy amablemente una muchacha. No parecía una dealer de esquina, más bien una estudiante cualquiera. Llevaba una caja plástica con brownies y una promesa: “Estos son brownies galácticos”. No nos resistimos.
Cada uno compró el suyo por cuatro mil pesos. El olor a marihuana era fuerte, casi grosero, pero eso solo aumentaba las expectativas. Nos los comimos ahí mismo, esperando que el universo se nos revelara en cualquier momento. Caminamos por las calles de La Candelaria, nos reímos, y… nada. Dos horas después, íbamos frustrados, convencidos de que nos habían estafado. “Nos robaron”, decíamos. ¿Cómo algo que olía tan potente no iba a hacer efecto?
En medio de esa desilusión, terminamos en La Pola, un sitio cerca de la Universidad de los Andes donde se reúnen universitarios de todas partes. Nos encontramos con unos compañeros de la Distrital, charlamos un rato, tomamos aguardiente, seguimos con la cerveza. Fue un parche bacano, relajado.
Después de un rato decidimos irnos para la casa. Íbamos por la Séptima hacia el norte desde la 19, cuando mi amiga me agarró del brazo con cara de asombro. Quiso decir algo, pero se quedó en silencio, dudando de lo que acababa de ver. Yo, curioso, le insistí. En vez de responder, soltó una risa tímida, como si supiera que lo que iba a decir no tenía ni pies ni cabeza. La risa se me contagió. Terminamos atacados, muertos de la risa en plena calle.
Luego me confesó que, frente al Kokoriko cerca de Plaza Pasteur, creyó ver unas palmeras. Le pareció genial que las hubieran plantado ahí, como si Bogotá fuera ahora “un balneario tropical”. Ese fue el punto de quiebre: de ahí en adelante, todo fue risa, distorsión y locura.
Pasamos junto a la Torre Colpatria y mi amiga empezó a malviajarse. La dejé en su residencia estudiantil, cerca de la torre. Ahí terminó nuestro viaje compartido. El mío apenas comenzaba.
Me fui solo hacia la estación Museo Nacional. Ya no caminaba, flotaba. Me colé en Transmilenio sin pensar. En esa época era común entre estudiantes; además, para ser honesto, no estaba en condiciones de pensar en recargar la tarjeta.
Me ubiqué primero en la fila, buscando refugio. Me senté y me aferré a la silla como si no hubiera un mañana. La verdad, me valió lo que los demás pensaran. Apenas el bus salió por la avenida El Dorado, sentí que me sacaba de la órbita del planeta. El tipo a mi lado tenía audífonos, pero yo escuchaba su música como si sonara dentro de mi cabeza. Sentía cada vibración, cada bajo, como si me hablara al cerebro. Evitaba mirar por la ventana: luces, carros, peatones... todo era un videoclip psicodélico sin pausa. Ni supe cómo llegué a casa.
Ya en casa, empecé a calmarme. Cené como pude y terminé tirado en el piso de la cocina, riéndome sin razón. Estaba ahí, solo, carcajeándome mientras el absurdo se apoderaba de todo. Luego me acosté, puse música suave y decidí disfrutar del viaje. Ahora sí, el brownie cumplía su promesa.
Eso sí, al día siguiente fue otra historia. Me desperté con el cuerpo y el estómago hechos mierda. Me sentía fatal, me arrepentí de todo y me prometí no repetir la experiencia. Hasta hoy, he cumplido esa promesa.
Fue una experiencia entre lo mágico y lo ridículo, lo divertido y lo incómodo. Pero al menos me dejó una buena historia, una que siempre me saca una sonrisa. Aunque en ese momento no lo sabía, aprendí algo importante: con los brownies galácticos, el viaje llega… pero cuando le da la gana.
Fabian Eduardo Cajamarca Reyes*
Estudiante de Ingeniería Civil
Universidad Santo Tomás
Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Universidad Santo Tomás.
ARTE-FACTO- Revista de Estudiantes de Humanidades ISSN 2619-421X (en línea), enero-abril de 2024 No. 29