Kenneth Castro Romero y Mariana Diaz Benítez
En la imponente Cordillera Oriental de los Andes se encuentra la famosa ciudad de “Bacatá”, actualmente conocida como Bogotá, donde habitan millones de personas con sueños, esperanzas e ilusiones. Pero esta historia se centra en Víctor Benítez, un adulto mayor dulce y serio, que disfruta reír y tomar whisky de vez en cuando. Es esposo, padre, abuelo y hermano.
En una mañana fría y aún oscura, Víctor toma sus seis píldoras de vida, las encargadas de mantenerlo estable y permitirle el privilegio de ver el sol por su ventana cada día. Se dispone a arreglarse para enfrentar, una vez más, su lucha en el consultorio por mantenerse bien. Después de alistarse y desayunar, sale de su hogar rumbo a una cita médica programada para las 10:00 a.m. Sonríe, y en su sonrisa se asoman rayos de sol. Afuera de la casa, lo acompañamos su hija Liliana, su yerno Fernando y yo, tomando el sol antes de emprender el trayecto.
Íbamos en su camioneta. Fernando conducía, Liliana iba de copiloto y nosotros en los asientos traseros. A Víctor le apasiona contemplar el paisaje, pero notamos su constante lucha: forzaba la vista, fruncía el ceño intentando admirar las montañas de Bogotá. Abría la boca con esfuerzo, marcando aún más las arrugas que el tiempo había dibujado en su rostro. En esas arrugas se reflejaba el milagro que lo mantenía con vida, pero también el momento amargo que estaba viviendo.
Al llegar a la clínica, tuvo dificultad para bajar. Liliana y Fernando lo ayudaron con la ternura con la que se cuida a un niño, irradiando ese calor de hogar. Nosotros nos encargamos de llevar lo necesario. Víctor se sentó en una silla como un sabio anciano, portador de experiencia y fortaleza. A su lado, estábamos nosotros: jóvenes soñadores, atentos a cada una de sus enseñanzas.
La iluminación blanca de los pasillos nos hizo recordar tiempos mejores, cuando Víctor no se agobiaba por sus dolencias. Recordamos su rol como jefe en el Country Club de Bogotá y sus partidas de golf. Sentado en la sala de espera, mostraba esfuerzo y dedicación en cada movimiento. Lo que para otros puede ser simple, para él era un logro lleno de fuerza y determinación.
Fue llamado por la recepcionista para aplicarse gotas oftálmicas y firmar documentos. Cumplió esta tarea con paciencia y cuidado, reflejo de su voluntad de seguir adelante. Su rostro mostraba tranquilidad, con la mirada baja y algo desenfocada; su nariz conservaba su forma natural y su boca dibujaba una ligera curva hacia abajo. Al levantar el rostro, se evidenciaban las dificultades visuales que enfrentaba. Se percibía un leve cansancio, producto del esfuerzo, pero también una gran fortaleza.
Tras la administración de las gotas, cerraba con fuerza los ojos y los volvía a abrir. Se le indicó mantenerlos cerrados durante cinco minutos. Aunque manifestó sentir cansancio por mantener la cabeza en posición vertical, lo hizo con paciencia. Mientras tanto, lo observábamos: pese a todo, mantenía una sonrisa y hablaba con amor, mostrando una voluntad serena.
Cuando cerró los ojos por un instante, recordamos por qué estábamos allí. La cita no era una consulta cualquiera, sino una evaluación crucial debido a una trombosis en su ojo izquierdo. Pero esa complicación era solo una parte de una historia más profunda. Todo comenzó el 25 de abril de 2016, a las 5:00 de la mañana, cuando sufrió un accidente cerebrovascular. Se había levantado para ir al baño y luego sufrió diarrea. Al recostarse nuevamente, lo invadieron las náuseas y vomitó. Entonces perdió la visión, se sintió desorientado, como si estuviera borracho. Su memoria fallaba, no podía tragar saliva y sentía la garganta bloqueada. Fue Fernando quien lo llevó al hospital.
Aquella noche oscura y silenciosa, cerca de las diez, un joven otorrino, de aspecto descuidado, aseguró que Víctor estaba bien y podía irse a casa. El diagnóstico fue un simple episodio de vértigo. Pero una enfermera, por debajo de cuerda, le advirtió a Fernando que no lo recibiera, que Víctor estaba completamente inestable. Su cuerpo se inclinaba hacia un lado, como si algo dentro se hubiese roto. Fernando se negó a llevárselo. Solo entonces intervino un neurólogo y confirmó lo que nadie había querido ver: era un ACV. No sabían la magnitud del daño, pero el cuerpo ya lo gritaba. El problema era que no encontraban una UCI disponible. Finalmente, fue trasladado a la Fundación El Bosque, donde estuvo siete días sin poder ponerse de pie, sin autonomía, bañado con vasos de agua, sin poder tragar. Fue el inicio de una lucha angustiante.
De regreso en el consultorio, Víctor abrió los ojos y repitió que le costaba mantener la cabeza erguida. Luego ingresó a la consulta, mientras nosotros lo esperábamos con calma. Al salir, exhausto, se refirió a sí mismo como “tullido”. Necesitó asistencia de Liliana, Fernando y otra persona para caminar y subir nuevamente a la camioneta. En el trayecto a casa, comentamos recuerdos entrañables: cuando jugaba con su nieta, tomaba whisky con amigos, viajaba a sus fincas en Tocaima y La Mesa, o hacía largos recorridos por carretera hasta Cartagena o Santa Marta. Esos detalles nos confrontaron con una verdad dolorosa: envejecer es difícil, y no todo es para siempre.
Ya en casa, con un tinto amargo y dulce a la vez, sentados en la sala, nos compartió que las secuelas del ACV se hacen cada vez más difíciles de llevar. La tarde transcurría bajo un cielo nublado, con el sol asomando tímidamente, reflejo de la atmósfera opaca pero esperanzadora de su hogar. Lo vimos caminar con calma hasta su silla con apoyabrazos, buscando seguridad. En la serenidad de su voz pausada, se percibía la profundidad de su experiencia.
Entre las 11:30 y las 12:20 descansó profundamente. Al despertar, compartimos el almuerzo con normalidad. Su vista reducida lo obliga a concentrarse con esfuerzo frente al televisor, pero sigue mostrando interés por el mundo.
Víctor vive con la certeza de haber sobrevivido a algo que suele arrebatar vidas en minutos. El médico le explicó que su vómito impidió que la arteria se bloqueara por completo, y eso lo salvó. Aunque el diagnóstico fue sombrío, también fue esperanzador. Como el sol que entra por su ventana, esa noticia le da aliento.
La neuróloga Fierro le dijo:
Víctor, le digo: no sabe cuán de buenas es usted. Que esté vivo y caminando es un milagro. De cada mil personas que sufren un ACV, 995 mueren en cinco minutos. Y quienes sobreviven, quedan sin valerse por sí mismos. Usted, gracias a Dios, no.
Víctor logró caminar de nuevo y someterse a terapias intensivas. Sin embargo, enfrenta una nueva pérdida: la trombosis en su ojo izquierdo lo ha dejado sin visión. Aunque recibe inyecciones para evitar que el daño se extienda al otro ojo, sabe que no recuperará la vista. Su presente es un equilibrio frágil entre la gratitud por seguir vivo y la resignación frente a las huellas permanentes del ACV. Una realidad amarga y dulce, como el tinto que compartimos aquella tarde.
Kenneth Castro Romero y Mariana Diaz Benítez*
Estudiantes de Psicología
Universidad Santo Tomás
Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Universidad Santo Tomás.
ARTE-FACTO. Revista de Estudiantes de Humanidades ISSN 2619-421X (en línea), enero-mayo de 2024 No. 29