
Nicolas Ávila Sabogal*
¿Alguna vez te has preguntado qué historia esconden los apellidos que cargas? Este relato te invita a entrar en una búsqueda tan inesperada como reveladora: la de un joven que descubre que sus padres, antes de la calma que siempre conoció, fueron protagonistas de temores, reputaciones, poderes y batallas que aún resuenan en las calles de su pueblo. Entre trabajos de vacaciones, secretos familiares y apodos que pesan como heridas, surge una pregunta poderosa: ¿hasta qué punto somos dueños de nuestra propia historia?
Creo que todos, en algún momento de nuestras vidas, nos hemos hecho la misma pregunta: ¿cómo eran nuestros padres de jóvenes? Esta fue justamente la pregunta que me hice hace dos años, cuando en mi pueblo, Madrid (Cundinamarca), comenzó a resonar con fuerza el apellido de mi madre y de mi padre. Descubrí entonces cómo el simple apellido de mi familia paterna infundía respeto, miedo y rencor, mientras que mi familia materna representaba el poder y la formalidad. Para mí era desconcertante, porque siempre conocí a mis padres como personas de bajo perfil, que evitaban a toda costa los problemas con cualquiera; incluso, demasiado pacíficos para mi gusto.
Para entender esta historia debemos remontarnos a junio de 2023. Me encontraba buscando un trabajo para las vacaciones porque quería experimentar algo nuevo y, desde mi perspectiva, vivir “una responsabilidad de adultos”. Deseaba tener mi propio dinero para no depender de mis padres cada vez que salía con mis amigos. Por supuesto, contaba con la autorización de ambos, aunque no fue fácil conseguirla, porque no creían necesario que yo trabajara. Sin embargo, logré convencerlos de que sería una excelente oportunidad para acercarme al mundo laboral, y finalmente aceptaron.
En principio, mi idea era postularme a un trabajo en restaurantes, un sector que siempre me llamó la atención y que es muy movido en Madrid. Recordé que semanas antes, mientras regresaba del colegio, había visto un letrero anunciando una vacante en un restaurante de comidas rápidas. Ese sería mi primer intento. Llegué un miércoles en la tarde y me atendió el dueño del lugar. Aunque no era un espacio muy grande, resultaba acogedor: luces amarillas y rojas, paredes negras y un piso con un patrón similar al de un tablero de ajedrez.
El dueño me preguntó cordialmente si se me ofrecía algo. Con nervios y la voz entrecortada respondí: “Buenas tardes, vengo a postularme para la vacante de mesero”. Él sonrió, un poco extrañado por mi edad, y me pidió ver el permiso firmado por mis padres. Cuando vio la firma de mi mamá, dijo que la reconocía. Al decirle quién era ella, la identificó inmediatamente como la doctora Angélica. Con mucho cariño me dijo: “Si tú eres su hijo, no tengo de qué preocuparme. Eres un buen muchacho. Puedes empezar mañana, de 10 a 7”. Me pareció bien, aunque me dejó intrigado que conociera a mi mamá. En ese momento no le di mayor importancia.
Durante los cuatro meses que trabajé allí, el dueño fue muy cordial y me enseñó varias formas de acercarme a los clientes y de servir con mayor eficacia. Le tengo un aprecio especial: jamás hubo un regaño fuera de lugar. Lamentablemente tuve que retirarme porque iniciaba un nuevo ciclo escolar y no podía hacer ambas cosas al tiempo. Me despedí ofreciendo disculpas y dando las gracias por el increíble trato recibido.
En noviembre del mismo año busqué de nuevo un trabajo, esta vez con más experiencia. Un amigo me recomendó un restaurante de pizzas cuyo dueño conocía. Cuando fui a postularme, me recibió un hombre de aproximadamente 35 años, siempre con una actitud molesta y gruñona. El encuentro fue formal y cordial, hasta que vio el permiso firmado por mis padres. Observó la firma de mi papá y dijo de inmediato, con tono irónico: “Ah, usted es de los Ávila, supongo. Hijo de Jhon Ávila”. Respondí con calma que sí, y él añadió: “Espero que no sea igual a su padre mientras esté acá, porque si es así no dudaré ni un segundo en echarlo”.
En ese momento ya estaba confundido, pero aun así comencé a trabajar dos días después. El primer mes fue relativamente tranquilo: la carga era mayor porque el lugar era más concurrido y había más mesas que atender, pero nada fuera de lo posible. Los problemas empezaron cuando mis compañeros evitaban sus labores y toda la responsabilidad recaía sobre mí. Si revisaba mi celular para ver algún mensaje de mis padres, el jefe me regañaba y me comparaba con mi papá. Para un ámbito laboral aquello era muy extraño. Por estos abusos —y por hacerme trabajar horas extras sin paga— renuncié, preguntándome: ¿qué tienen que ver mis padres en todo esto?
Decidí hablar con ellos y comencé por indagar en la vida de mi mamá cuando era joven, en la familia Sabogal Caviedes. Siempre se habían caracterizado por tener apartamentos en estratos altos y ocupar cargos profesionales importantes. A pesar de ello, eran personas humildes y serviciales, con una fuerte vocación de ayuda hacia quienes más lo necesitaban. Mi madre, en particular, participaba activamente en el sector público, lo que le permitió construir una reputación impecable. Llegó incluso a aparecer en eventos de campañas políticas. Por eso la gente la apreciaba y la trataba de “doctora”. En palabras de ella: “La gente siempre me habla con amabilidad y respeto porque he sido alguien que se ha esforzado por tenerlo todo justamente y ser una mujer exclusiva. Así que no voy a dejarme humillar por cualquiera”.
El verdadero problema apareció cuando hablé con mi padre. Me contó que su familia nunca tuvo la mejor reputación. Vivían en el barrio Echavarría, uno de los más peligrosos de Madrid, y a varios de sus integrantes los acusaron de robar dinero de arriendos; a mis tías, incluso, de brujería. Mi papá tampoco se salvó. A pesar de estar casado con mi mamá, siempre tuvo problemas con la gente en bares, donde peleaba con frecuencia. Por eso tenía un apodo: “Rojitas”, porque siempre que peleaba dejaba sangre ajena en el suelo. La gente les tenía miedo y se percibía una penumbra cuando caminaban por las calles. Una de las personas con las que peleó fue, justamente, el dueño del segundo restaurante donde trabajé.
En palabras de mi padre: “Tu mamá y yo nos volvimos pareja porque éramos polos opuestos: un peleón con una dama”. Y tenía razón. La diferencia de clases, de familias, de poder y de culturas planteaba una pregunta inevitable: ¿dónde encajaban ellos dos? Ni siquiera ellos lo saben. Debido a tantos problemas que ambas familias tenían con esa unión, mis padres decidieron apartarse de todos y empezar de cero. Cuando nací, mi padre dejó las peleas y los conflictos; mi madre se retiró del mundo de la política. Se mudaron a un lugar alejado de ambas familias y de sus problemas. Aun así, aunque hayan pasado años, sus nombres siguen sonando en las calles: como si fueran el día y la noche, la luz y la oscuridad unidas.
Pero el hecho de que hayan sido de cierta manera en el pasado no significa que deban serlo por el resto de sus vidas, y mucho menos que otros paguen por sus errores. Somos humanos; podemos equivocarnos y tenemos derecho a una segunda oportunidad. Debemos dejar atrás los rencores del pasado —ya sean discusiones familiares, disputas de barrio o conflictos de poder— cuando podríamos estar más unidos por algo que, al final, es solo cuestión de linajes.
Nicolas Ávila Sabogal*
Estudiante de Finanzas
Universidad Santo Tomás
Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Universidad Santo Tomás.
ARTE-FACTO- Revista de Estudiantes de Humanidades ISSN 2619-421X (en línea), julio-diciembre 2025 No. 32

