Giuliana Alejo García*
Imagina escoger la carrera soñada por tus papás y, tiempo después, cambiarla por una considerada “sin futuro”. Esta es mi historia y cómo tomé ese gran salto.
El último año de bachillerato se convirtió en una encrucijada: un laberinto de decisiones trascendentales donde el eco del “¿Y ahora qué?” resonaba con fuerza. Mis amigas, felices en sus conversaciones sobre carreras de arte y creatividad, parecían tener un mapa claro de su futuro. Yo, en cambio, me perdía en un bosque lleno de caminos, opciones que oscilaban entre carreras tan dispares como microbiología y geología. En medio de esa confusión, una opción resaltaba con especial intensidad en la mirada de mis padres: Ingeniería de Sistemas.
Ambos ingenieros, veían en esa elección una especie de herencia, un destino escrito, la oportunidad de acceder a un futuro laboral estable y económicamente prometedor. Y así, mientras se acercaba el final de grado once, la presión familiar aumentaba cada vez más. El artículo “Las presiones y expectativas en el proceso de orientación vocacional” de Robledo Gómez explica cómo esta presión, aunque bien intencionada, puede llevar a los estudiantes a priorizar la estabilidad económica sobre sus pasiones. Tal como señala: “las expectativas familiares pueden influir significativamente en la elección de carrera de los jóvenes, a veces desviándolos de sus propias inclinaciones”.
En medio de ese torbellino de expectativas, me vi inmersa en aplicaciones e entrevistas, respondiéndolas como si intentara convencerme de mis propias palabras. Aún recuerdo una tarde oscura y fría, cuando le confesé a mi mamá mi deseo de tomar un semestre sabático: un respiro para encontrar mi norte. Su respuesta fue un firme empujón hacia adelante, anulando por completo esa posibilidad.
Finalmente, la Universidad El Bosque me abrió sus puertas para Ingeniería de Sistemas. “Quizás, después de todo, la programación logre encender en mí la pasión que mis papás ven”, me repetía, dándole una oportunidad a lo que ya se sentía como una imposición. El primer día de clases, mientras escribía a mis amigas lo nerviosa que estaba, sentía un nudo apretado en el estómago: un desafío amplificado por la presión silenciosa de mis padres y el contraste con mis amigas, que navegaban con seguridad las aguas del arte y la creatividad.
El primer semestre transcurrió en una calma engañosa hasta que llegó el proyecto final y, con él, la primera grieta en mi intento de auto-convencimiento. Mis compañeros avanzaban en la programación, mientras yo me sentía irremediablemente atraída por el entorno visual del juego que debíamos crear. Dibujé personajes, fondos y botones con una pasión desbordante, una chispa creativa que no había sentido en seis meses de clases. Esa chispa plantó la primera semilla de un nuevo rumbo.
Busqué consejo en mi psicóloga, quien me sugirió darle una segunda oportunidad a la carrera. Me aferré a la idea de que quizá solo necesitaba “agarrarle el gusto”. Pero el segundo semestre nos lanzó de lleno a Programación 1, y esa asignatura se convirtió en un muro imponente. Cada clase era una tortura silenciosa. La frustración crecía como una marea imparable, acompañada de lágrimas frecuentes y de la sensación persistente de no encajar.
Mis amigos, cómplices de mi crisis vocacional, notaban mi rechazo evidente hacia la programación y me apoyaron en la búsqueda de alternativas. Juntos concluimos que Diseño Gráfico podría ser un puente: una disciplina distinta, pero vinculada a aquello que realmente disfrutaba.
Decidirlo fue una cosa; comunicarlo en casa, otra muy distinta. Lloré la certeza de estar atrapada en un lugar equivocado y el miedo de decepcionar a mis padres por elegir un camino considerado menos “prometedor”. Como señala Víctor Robledo Gómez en su blog, “las expectativas no cumplidas de los padres pueden generar sentimientos de culpa y ansiedad en los jóvenes”. Ese temor me acompañó durante semanas.
Una semana antes del receso, compartí mi decisión con mis amigos, quienes me ayudaron a organizar mis ideas. Ya solo faltaba enfrentar la realidad. Durante los primeros días del receso, postergué la conversación una y otra vez. Finalmente, un jueves reuní valor y se lo confesé a mi mamá. Su reacción inicial fue dura: su voz elevada cuestionaba si la decisión era realmente mía. Sin embargo, mientras le hablaba desde la tristeza que me consumía, algo en ella comenzó a cambiar. Con el pasar de los días, se interesó, investigó opciones y me acompañó en la búsqueda. Fue un pequeño rayo de esperanza.
El turno de mi papá llegó durante un viaje para visitar a mi abuelo. En medio del trayecto, con un nudo en la garganta, solté: “Me quiero cambiar de carrera”. Fui concreta: Diseño Gráfico. Su silencio fue inquietante. Esa noche lo escuché hablar con mi mamá, compartiendo sus dudas y su temor de que yo no estuviera segura. Sugirió incluso una pausa, un retiro temporal. Pero aun en sus reservas, algo se movía hacia la aceptación.
Finalmente, ambos aceptaron mi decisión. Con mi mamá evaluamos distintas universidades y, después de sopesar pros y contras como si fuera un tratado de paz, elegimos la Universidad Santo Tomás.
Hoy, en mayo de 2025, curso mi primer semestre de Diseño Gráfico. Sería ingenuo decir que la presión ha desaparecido. Aún siento el impulso de demostrar que este cambio no fue un capricho. Pero, sobre todo, sé con absoluta certeza que este es el camino que deseo recorrer. Prefiero perseguir mi pasión antes que vivir preguntándome qué hubiera pasado si no me hubiese atrevido a cambiar. Lo hice. Y no me arrepiento.
Si alguien que está leyendo esta crónica está en una encrucijada similar—indeciso, metódico y profundamente preocupado por la opinión ajena—mi consejo es: planifica, investiga, crea tu propio mapa y compártelo. Yo tuve la fortuna de que mis padres, a pesar de sus dudas, no me detuvieron. Quizá los tuyos tampoco lo hagan si les muestras tu pasión y tu convicción.
Giuliana Alejo García*
Estudiante del programa de Diseño Gráfico
Universidad Santo Tomás
Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Universidad Santo Tomás.
ARTE-FACTO- Revista de Estudiantes de Humanidades ISSN 2619-421X (en línea), Núm.32 (2025) | julio-diciembre

