
Juan Camilo Tunjo Camargo*
Hay primeras veces que no se olvidan, y la mía en El Campín quedó grabada para siempre. A los siete años descubrí que el fútbol no solo se ve: se siente, se grita y se hereda. Esta es la historia del día en que entendí lo que significa pertenecer a una pasión azul.
Era un sábado por la tarde. El sol bogotano se mezclaba con el murmullo de una ciudad que, sin saberlo, estaba a punto de regalarme uno de los recuerdos más felices de mi vida. A mis siete años, mi papá y mi hermano me llevaron por primera vez al Estadio Nemesio Camacho “El Campín”, la casa del Millonarios FC, el equipo que desde entonces llevaría tatuado en el corazón.
El viaje en carro fue corto, pero la ansiedad lo hizo eterno. Las calles se llenaban de gente con camisetas azules, banderas y un ambiente que ya olía a fiesta. Al llegar, las filas eran interminables, pero no importaba: el sonido de los tambores, los vendedores de banderas y el cántico de la hinchada hacían que cada segundo valiera la pena.
Al subir las escaleras, el mundo pareció detenerse. El verde brillante del pasto, las tribunas repletas, las luces iluminando el campo… todo era enorme, imponente, como un sueño hecho realidad. Mi papá me alzó para que no me perdiera ningún detalle, y ahí entendí por qué el fútbol era más que un juego: era pasión pura.
Los cánticos se escuchaban en todo el estadio. “Dale, dale Millonarios…”, coreaba la gente a una sola voz, mientras yo, más emocionado por el partido que por seguir las letras, intentaba alcanzarlos. Las banderas azules se movían de lado a lado, y cada ataque al arco rival desataba un grito colectivo. Cuando llegó el primer gol, el estadio explotó: abrazos, saltos, gente celebrando con desconocidos como si fueran familia. Yo grité hasta quedarme sin voz, sintiendo por primera vez esa adrenalina que solo el fútbol sabe dar.
El partido terminó 2-1 a favor de Millonarios contra el Cali FC, y la alegría que sentía no cabía en una simple sonrisa. La gente cantaba y reía; incluso los adultos parecían niños celebrando. Al salir, mi papá me compró una bufanda azul —la misma que conservo como un tesoro— y, mientras el carro avanzaba entre el tráfico, yo no dejaba de mirar atrás, sabiendo que ese estadio ya era parte de mí.
Ese día no solo ganó Millonarios: gané yo. Descubrí la emoción de pertenecer a algo más grande, de heredar una pasión que mi familia me transmitió entre cánticos y goles.
Juan Camilo Tunjo Camargo*
Estudiante de Finanzas
Universidad Santo Tomás
Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Universidad Santo Tomás.
ARTE-FACTO. Revista de Estudiantes de Humanidades ISSN 2619-421X (en línea), Núm.30 (2024) | julio-diciembre

