
Juan Nicolás Guerrero Linares*
Durante la presentación de Ahora y en la hora en la FILBo 2025, Héctor Abad Faciolince compartió un relato que desarmó las ideas habituales sobre el heroísmo y el miedo. Entre anécdotas, silencios y confesiones incómodas, la conversación reveló cómo la escritura también puede convertirse en una forma de acompañar a quienes ya no pueden contar su propia historia.
– “Y ahí, en esa ambulancia que podría ser atacada por un dron o por una bomba, estaba Catalina Gómez cogiéndole la mano a Victoria, agonizando.”
– “Esa es la gente por la que yo escribo este libro, porque se merecen que eso se sepa.”
– “Y yo no voy a decir que yo estaba ahí, no… yo salí corriendo a buscar un refugio, yo no estaba ahí.”
Estas serían las últimas y desconcertantes intervenciones de un autor que, a lo largo de la presentación de su libro, nos haría dudar sobre la percepción que tenemos de las figuras del héroe y del cobarde.
Era un sábado por la tarde y el sol brillaba imponente sobre Corferias, donde la nueva edición de la FILBo llegaba a Bogotá en 2025. Mi madre y yo acabábamos de entrar al auditorio José Asunción Silva, ubicado al frente de una gran carpa morada donde se llevaban a cabo otras presentaciones de libros o conversaciones con autores invitados.
Avanzando en fila india, recorrimos un amplio pasillo donde nos entregaron una especie de panfleto cuyo contenido eran algunas palabras remitidas por el autor que los presentes esperábamos escuchar en unos minutos. Seguimos caminando y por fin entramos al salón donde se desarrollaría el evento. Entre las escaleras se podía observar cómo se extendían grandes cúmulos de asientos, y al fondo, la primera hilera de sillas yacía completamente vacía, evidenciando quizá que estaba reservada para algunos invitados especiales. Por el contrario, desde la tercera fila ya se observaba cómo algunos espectadores comenzaban a acomodarse en la zona central del salón.
Nosotros dos nos tomamos unos minutos para elegir la zona donde nos sentaríamos y, por fortuna, conseguimos unas sillas en la octava hilera de la zona central, justo al costado derecho de las escaleras. De esta manera, ambos exhibimos una señal de alivio y comodidad en nuestros rostros al ocupar los puestos, ya que podríamos omitir la cordial espera que se produce mientras las personas de los costados se levantan y despejan las hileras al final de la conferencia.
El tiempo seguía corriendo como las aguas de un río que tranquilamente aguardan el paso de las estaciones. No fue sino hasta la entrada de una de las encargadas de la producción que nos dimos cuenta de que la conferencia estaba por comenzar, por lo que decidimos acallar nuestras conversaciones para permitirle dar su anuncio. Micrófono en una mano y tarjeta en la otra, la presentadora se dirigió al público para saludarlo, agradecer su asistencia e introducir la obra que sería presentada ese día, Ahora y en la hora, y al autor que la había escrito: Héctor Abad Faciolince.
Un silencio expectante colmó incluso las partes más concurridas del auditorio. De la esquina izquierda del escenario salieron dos hombres. El primero era ya mayor, con cabellos y barba blanca, gafas y una pinta negra que, de no ser por una chaqueta verde salvia, daría la impresión de que se dirigía a rendir luto a algún conocido. El segundo era algunos años más joven; pese a la ausencia de cabello en la parte frontal de su cabeza, llevaba puesto un blazer azul oscuro, una camisa gris clara y un pantalón color taupe.
Su entrada al escenario marcó el inicio de los aplausos, que se alzaron con rapidez. Los hombres caminaron por el plató hasta alcanzar unos asientos azules ubicados a uno o dos metros del borde y separados por un cubo blanco sobre el cual reposaba la novela que sería presentada.
El asiento de la derecha fue ocupado por el hombre “más joven”, que posteriormente me enteraría era Ricardo Silva Romero, periodista y escritor colombiano que asumiría el rol de entrevistador para darle dinamismo a la conversación. Por otro lado, el hombre más viejo, que ocupó el asiento del lado izquierdo, era la persona a la que todos los espectadores habían venido a escuchar ese día en la FILBo: el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince.
Cuando ambos se acomodaron en sus lugares, el mar de aplausos que había acompañado su entrada cesó de inmediato y Ricardo encendió el micrófono para introducir la dinámica de la charla. Su intervención tocó algunos temas como el amor, el heroísmo y las relaciones personales, los cuales volverían a mencionarse a lo largo de la conferencia. De este modo, llegó finalmente a las preguntas que mucho antes del evento ya despertaban el interés de la audiencia:
– “¿Por qué ir a Ucrania? ¿Por qué ese viaje?”
Héctor, tras escuchar la interrogante, acercó el micrófono a su boca y dio un breve agradecimiento a los presentes. Luego, tomó aire y justo antes de responder cambió su expresión de júbilo a una más desconsolada. Sus ojos apuntaron brevemente al horizonte y luego se concentraron en el público mientras, con una lentitud premeditada, dejó escapar un leve pero notorio temblor en su voz acompañado por una intervención en la que se autodenominaba un cobarde. Un cobarde que, según mencionaba, antes de eventos como este se veía envuelto por el miedo, pero que, al estar presente en ellos, se resignaba al saber que ya no podía hacer nada.
A través de este enigmático y personal dictamen logró captar la atención de un auditorio que por entonces yacía en completo silencio. Acto seguido, comenzó a relatar los acontecimientos que lo incentivaron a viajar a un país donde la guerra atormentaba a sus habitantes. Poco a poco, los motivos que llevaron a un autor colombiano a aventurarse a un territorio donde se percibían a diario las consecuencias de la violencia se hacían presentes en cada frase. Entre ellos destacaban unas editoras ucranianas, una feria del libro en Kyiv (Kiev), un grupo de reconocidas figuras latinoamericanas en defensa de Ucrania y personalidades como Catalina Gómez, periodista de guerra, o Sergio Jaramillo, excomisionado de paz. Todos estos elementos sirvieron para contextualizar una charla que cada vez más se vestía de crónica, hilada a través de los comentarios de un autor que, conforme avanzaba su relato, dejaba atrás los sutiles cambios de tono que delataban la presencia de la tristeza.
Poco después, su relato llegó al clímax, esperado por los presentes: el momento en que su grupo logró convencerlo a él y a una de las editoras ucranianas, Victoria Amelina, de acompañarlos hacia el este; hacia una zona donde, a pesar de no estar directamente envuelta en el conflicto, la piel era capaz de percibir las ofensivas del ejército ruso. Palabra por palabra comenzaron a abordar aquellos temas que Ahora y en la hora sintetizaba mediante la escritura de un autor que, llamándose a sí mismo viejo y cobarde y habiéndose expuesto a lo que describiría como “un exceso de vida y de muerte”, sentía que nuevamente era su deber traer a la memoria a una persona asesinada. En otras palabras, Héctor se propuso darle voz, mediante la escritura, a una colega ucraniana que entregó su vida por el derecho a la libertad de expresión, del mismo modo en que había dado voz a un valiente Héctor Abad Gómez, también víctima de la violencia en su lucha por los derechos humanos en Colombia.
Gradualmente, la atmósfera lúgubre que conceptos como la muerte o la violencia habían generado comenzó a desvanecerse hasta transformarse en una más jovial gracias a las bromas que ambos escritores se ingeniaban sobre la similitud entre la pronunciación de Sergio Jaramillo y ciertas lenguas antiguas, lo cual desató carcajadas entre la audiencia. Fue en ese ambiente distendido que Héctor se animó a reconocer que fueron sus amigos, su familia y algunos colegas los responsables de los mejores fragmentos de una novela que permitió que las experiencias más traumáticas y confusas cambiaran hasta tornarse más “reales y objetivas”.
Estas palabras —“experiencias reales y objetivas”— no serían otra cosa que un eufemismo para suavizar un suceso terrible ocurrido en la pizzería de la ciudad de Kramatorsk el 27 de junio de 2023. Los testimonios del autor colombiano, víctima del ataque, junto con los de un periódico inglés llamado The Guardian y la multinacional de noticias CNN, presentan una breve muestra de las repercusiones de ese crimen de guerra.
Era la hora de la cena y el restaurante —una pizzería popular en el centro de Kramatorsk— estaba repleto. Poco después de las 7:30 p. m. del martes, un misil ruso impactó el lugar, causando la muerte de al menos 11 personas.
Cuatro niños estaban entre las víctimas […]
– “Un par de gemelas de 14 años, que estaban en el restaurante donde nosotros íbamos a comer […] estaban comiendo con el papá porque habían sacado buenas calificaciones.”
Entre los fallecidos nombrados el miércoles estaban las hermanas Yulia y Anna Aksenchenko, ambas de 14 años, quienes estaban a punto de terminar octavo grado.
– “Adentro estaban estas dos gemelas que murieron instantáneamente, y el padre en cambio sobrevivió.”
Aquel testimonio devolvió a la audiencia la atmósfera de impacto, acompañada por expresiones de sorpresa que compartían, en su mayoría, solidaridad, tristeza o compasión por el suceso. A pesar de encontrarse rodeados por la penumbra que generaba esta declaración, Ricardo y Héctor recurrieron nuevamente a su creatividad para dar con algún chiste que evitara que el auditorio se convirtiera en algo similar a un velorio con lo que vendría a continuación. El siguiente tema correspondió al sentimiento de culpa que todavía persistía en el escritor, quien consideraba que lo más justo hubiera sido que un hombre de su edad no estuviera allí hablándonos y que la joven Valeria siguiera con vida.
Debo admitir que en ese momento no fui capaz de desentrañar el dinamismo de una charla que parecía recaer cada vez en la melancolía. Sin embargo, ahora que tuve la oportunidad de analizarla con calma, veo que esas bromas se acoplaban perfectamente al mensaje implícito que intentaban transmitir. Su objetivo era dejarnos al descubierto la ironía de la existencia humana, donde los síntomas de la vejez —ritos preparatorios para entrar al reino de la muerte— fueron los responsables de salvar una vida. Fue la sordera de Héctor la que lo obligó a cambiar de puesto con Victoria para escuchar los comentarios de Sergio Jaramillo cuando todos estaban reunidos en la pizzería de Kramatorsk, minutos antes del ataque aéreo. Desafortunadamente, sería esta misma señal del envejecimiento la que aplazaría aún más su vida y marcaría los últimos minutos de la vida de Victoria Amelina.
Esta ironía del destino, en la que la juventud es la primera en partir y la vejez se ve obligada a esperar su turno, dejaría al descubierto una nueva concepción: a veces los héroes no son quienes logran salvar una vida en el sentido literal, sino quienes asumen la ardua labor de darle voz a los muertos para que puedan narrar sus verdades. De hecho, cuando el amor logra sobreponerse al miedo y a la muerte, incluso un cobarde puede asumir el rol de héroe que debe ser testigo de las causas justas por las que otros dan la vida, así como cargar con el peso de prolongar su existencia en una paradoja en la que el corazón sigue llorando su ausencia.
Fue mediante esta reflexión que llegamos a las confesiones finales de un autor que, por desgracia, ya conocía bien el rostro de la muerte. Héctor, quien había mostrado una notable fortaleza emocional al compartir parte de lo que había vivido, decidió exponernos su opinión con una honestidad que lo dejaba vulnerable ante críticas. Comenzó por adjudicar el crédito del libro a sus editoras, su familia, sus colegas y sus acompañantes en la travesía por Ucrania, haciendo énfasis en que de alguna forma era Victoria, desde el más allá, quien lo apoyaba cuando sentía que continuar con la redacción era una tarea descomunal. Luego admitió sin remordimientos que, aunque admiraba el papel de los héroes “para arriesgar la vida y hacerse matar por una causa justa”, le resultaba difícil aceptar cómo algunos eran capaces de llegar a esos extremos cuando otros debían permanecer en esta tierra para recordarlos. Por último, fue brutalmente honesto cuando admitió:
– “Yo sabía de esa práctica de los rusos de lanzar dos misiles. Entonces, cuando me levanto del suelo y Victoria está ahí sin sangre […] muy pálida, con la cabeza hacia atrás, Sergio le tomó el pulso y dijo: ‘¡Tiene pulso!’”
– “Catalina López le grita su nombre: ‘¡Victoria!, ¡Victoria!, ¡Victoria!’”
[…]– “Y yo salgo, me voy del restaurante, salgo a caminar y a decirle a todo el que me atravesaba: ‘I am looking for a shelter, I am looking for a shelter’, estoy buscando un refugio.”
– “Yo tenía miedo porque, después de que cayó el misil, comenzaron a sonar las sirenas de ataque aéreo y, al alejarme, cayó otro misil… otra explosión que afortunadamente erró el blanco, porque si no habría matado a Catalina y a Sergio y a Dima, que estaban socorriendo a Victoria. Pero yo no estaba socorriendo a Victoria, yo me había ido […] un viejo se va a salvar la vida y deja ahí personas gritando y heridas.”
[…]– “Sergio y yo al día siguiente nos fuimos […] y en cambio Catalina se quedó con Victoria y se fue en la ambulancia, intubada, inconsciente, con una herida en el cerebro y sabiendo que los rusos una y otra vez han atacado ambulancias que se alejan del frente con heridos.”
– “Y ahí, en esa ambulancia que podría ser atacada por un dron o por una bomba, estaba Catalina Gómez cogiéndole la mano a Victoria agonizando.”
– “Esa es la gente por la que yo escribo este libro, porque se merecen que eso se sepa.”
– “Y yo no voy a decir que yo estaba ahí, no… yo salí corriendo a buscar un refugio, yo no estaba ahí.”
Unos comentarios de halago por parte de Ricardo a la labor que Héctor había realizado al tener el coraje de escribir y presentar el libro fueron el epílogo de un cierre agridulce pero, de algún modo, cotidiano y familiar, acompañado por los aplausos de la multitud. Sentado y a la espera de que terminaran aquellos elogios en forma de golpes de palma, me encontraba completamente petrificado ante lo que acababa de escuchar. Lo único que conseguía moverse en mi interior era una abrumadora sensación de cotidianidad con la que la empatía, la solidaridad, la tristeza, la injusticia y el asombro que me había generado la última intervención se desvanecían como la humedad en un vidrio empañado ante el calor. Lo último en irse fueron unas preguntas que, ni en su momento ni ahora que las escribo, he podido comprender si me perturban o me motivan a seguir buscando respuestas:
¿Qué habría hecho yo de haber estado en la situación de Héctor Abad Faciolince? ¿Ser un cobarde que testifica lo ocurrido o un héroe que admite su culpabilidad?
Juan Nicolás Guerrero Linares*
Estudiante de Finanzas
Universidad Santo Tomás
Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Universidad Santo Tomás.
ARTE-FACTO. Revista de Estudiantes de Humanidades ISSN 2619-421X (en línea), Núm.32 (2025) | julio-diciembre

