
Santiago Ríos Chiquillo*
En las rancherías de La Guajira, donde el viento lleva historias y el mar acompaña en silencio, el wayuunaiki resiste entre olvidos, escuelas que no lo enseñan y familias que aún lo susurran para que no desaparezca. Esta crónica recorre esos lugares donde una lengua lucha por mantenerse viva.
Uribia, La Guajira – Enero, 2024
El polvo se levantaba en remolinos sobre la carretera destapada que lleva a Nazareth. El viento, ese mismo que los wayuus llaman Juya, silbaba entre las matas de trupillo, arrastrando consigo no solo arena, sino también historias, palabras y memorias. Íbamos en una Toyota, de esas que llaman “burbujas”, junto con un conductor wayuu, cuyas palabras eran casi obligadas cada vez que las llantas golpeaban un hueco. “¿Ustedes vienen a ver lo que ya casi no existe, verdad?”, me dijo en un momento, como adivinando nuestra intención.
Maicel y las palabras que se desvanecen
La casa de Maicel no tenía paredes. Era un enramado de madera y yotojoro, con varios chinchorros colgados, tejidos por ella y sus hermanas, bajo la sombra de un árbol de dividivi. Me recibió con un gesto serio, pero sus ojos brillaron cuando le dije que quería aprender sobre su lengua.
“¿Para qué? Si hasta los míos la están olvidando”, respondió, aunque aun así me invitó a sentarme.
Mientras preparaba un chivo guisado en una olla negra sobre el fogón, cuyo olor inundaba cada rincón de la ranchería —un lugar donde la luz era escasa, por no decir nula, y donde lo único que nos acompañaba, además de Maicel, era el sonido del mar y la luz esplendorosa de la luna—, me contó que era profesora de su lengua nativa en el internado de Uribia. Su abuela, Epinayu, le enseñó a tejer mochilas y a nombrar las cosas en wayuunaiki. “Ella decía que, si perdíamos las palabras, perderíamos el mundo”.
Ahora, sus nietos solo saben decir Aipirua (hola) y Pia pülasü (gracias), pero no conocen los nombres de los pájaros, de los vientos o de los sueños. Ya no quieren portar vestimenta tradicional: prefieren vestidos de princesa, ombligueras y shorts, verse como en el teléfono e incluso vivir la vida de las pocas películas que han visto.
“Antes, cuando un niño mentía, los mayores lo regañaban diciendo ‘Anasü wayuu waneesia’* (no eres un verdadero wayuu). Ahora muchos ni entienden el reproche”, dijo, removiendo la olla con un palo.
La escuela donde la lengua no entra
Al día siguiente fui a la escuela más cercana, una construcción de cemento con una bandera colombiana descolorida. La profesora, María, una mestiza de Riohacha, me confesó que no hablaba wayuunaiki.
“Les enseñamos en español porque es lo que pide el Ministerio. Además, ¿de qué les sirve su lengua si para salir adelante necesitan español?”
En el recreo, los niños jugaban fútbol con una pelota desinflada. Javier, un niño de diez años, me dijo que sus papás le hablan en wayuunaiki, pero que él les responde en español. “Es que en el colegio nos dicen que así es mejor”.
Un anciano que pasaba por allí, José, se detuvo a escuchar. “Esto es como arrancarle las raíces a un árbol y esperar que siga vivo”, murmuró.
Los rituales que se vuelven recuerdos
Por la noche, en una reunión familiar, Evaristo —nuestro conductor y primo de Maicel— sacó una caja llena de fotos viejas. En una de ellas se veía un grupo de hombres y mujeres danzando el Yonna.
“Eso ya casi no se hace. Ahora solo lo bailan para los turistas en Cabo de la Vela, con precios de entrada y todo”, dijo con amargura.
Su esposa, Rosa, recordó cómo antes los matrimonios se arreglaban con intercambios de ganado y chivos, trueques entre familias. “Ahora los muchachos se enamoran por Facebook y se van sin pedir permiso”.
¿Quién sostiene lo que se cae?
En Riohacha hablé con Carlos, un lingüista que se hospedaba en nuestro hotel. Nos contó que trabaja en un proyecto de revitalización del wayuunaiki. “No es solo salvar una lengua, es salvar una forma de ver el mundo”, me dijo. Pero los recursos son escasos y el interés institucional, menor.
Mientras tanto, en las calles, los vendedores wayuu ofrecen artesanías a los turistas, repitiendo frases memorizadas: “Muy bonito, buen precio”. Sus hijos, sentados en el suelo, juegan con teléfonos de pantalla rota, viendo videos en español.
El adiós que duele
Antes de irme, Maicel me regaló una mochila tejida por ella. “Llévese esto, para que no olvide”. Le pregunté si creía que el wayuunaiki desaparecería. “No sé”, respondió, mirando al horizonte. “Pero mientras haya alguien que lo hable, aunque sea en secreto, no estará muerto”.
Su nieta nos despidió diciéndonos: “No se olviden de mí… y del vestido de princesa que quiero”.
La burbuja arrancó, levantando una nube de polvo. A lo lejos, una niña canturreaba una canción en wayuunaiki. No entendí las palabras, pero su tono sonaba a despedida.
Notas al margen
Wayuunaiki: lengua del pueblo wayuu, indígena de La Guajira.
Yonna: danza tradicional wayuu.
Pütchipü’ü: “palabrero”, mediador de conflictos en la cultura wayuu.
Santiago Ríos Chiquillo*
Estudiante
Universidad Santo Tomás
Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Universidad Santo Tomás.
ARTE-FACTO. Revista de Estudiantes de Humanidades ISSN 2619-421X (en línea), Núm.30 (2024) | julio-diciembre

