
David Julián Arévalo Mora*
En las tardes de infancia, mientras otros niños volvían a casa, él llegaba a una carnicería donde el trabajo era rutina y la sangre parte del paisaje. Allí, entre cuchillos, charcos rojos y el bullicio familiar, un accidente marcaría para siempre la frontera entre el juego y el riesgo, entre la inocencia y la cicatriz que aún lo acompaña.
A los siete años, uno no piensa en la muerte. Tampoco en los peligros. Solo se piensa en jugar, en ayudar, en estar donde están los adultos. Por eso, cuando salía del colegio cada tarde, no me molestaba que la ruta no me dejara en casa con mi madre, sino en la carnicería de mi abuelo, en el sur de Bogotá.
No era una guardería ni un lugar pensado para niños, pero para mí era un espacio cotidiano. Entre charcos de sangre, el frío de las neveras y el ruido constante de los cuchillos contra las tablas, yo me movía con naturalidad, como si no conociera el miedo. La carnicería no olía a muerte; olía a trabajo. Ayudaba como podía: lavando vitrinas, clasificando menudencias o cargando bandejas con patas, hígados y mollejas. Todo era juego, rutina. A esa edad, uno no distingue entre lo asqueroso y lo normal, entre lo riesgoso y lo cotidiano.
Aquella tarde empezaban mis vacaciones. Entré a la carnicería como siempre: saludando, cambiándome el uniforme y dispuesto a ayudar. Mi madre estaba en la caja, mi abuelo despachando y mi tío cortaba las uñas de las patas de pollo con una hachuela, esa mezcla de cuchillo y hacha que impone respeto incluso a los adultos. Yo le pasaba las patas, le lanzaba las mollejas y todo fluía como si fuéramos un equipo bien coordinado.
Hasta que no lo fuimos.
Mientras mi tío se giró a botar desperdicios, yo, sin mirar, acerqué mi mano para poner una molleja. Él, también sin mirar, bajó la hachuela. La hoja cortó el aire. Yo vi la sangre. Mucha. Mi mano abierta, roja, caliente. No sentí dolor. Solo vi. Y luego vi a mi abuelo gritando, cubriéndome la mano con una camiseta; a mi madre dejando la caja; a mi tío, pálido como un trozo de hielo, inmóvil.
En el carro rumbo al médico, mi madre conducía y mi tío presionaba la herida. Ella pensaba en la posibilidad de que perdiera el dedo, de que no volviera a moverlo, de que tuvieran que amputarlo. Yo, en cambio, solo pensaba en la aguja.
A veces, el miedo infantil no responde a la lógica del adulto.
En el consultorio, cuando retiraron la camiseta, vi colgar un pedazo de carne de mi dedo. El médico tomó una aguja que parecía una lanza. Sentí el pinchazo, vi la cara de mi madre y entendí que todo iba en serio. Me cosieron con puntos. Me vendaron. El dedo estaba allí. Yo seguía completo.
No hubo culpables. No hubo reproches. La carne cicatrizó y el vínculo familiar también. Hasta hoy, a mis 19 años, la cicatriz permanece. No como señal de culpa, sino como memoria de lo que significa crecer rodeado de riesgos que no entendemos del todo.
David Julián Arévalo Mora*
Estudiante de Finanzas
Universidad Santo Tomás
Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Universidad Santo Tomás.
ARTE-FACTO. Revista de Estudiantes de Humanidades ISSN 2619-421X (en línea), Núm.30 (2024) | julio-diciembre

