
Cristian Ávila y Giuliana Alejo*
Esta crónica surge de una experiencia compartida: una noche de disfraces que, sin proponérselo, se convirtió en un espejo de nuestras formas de ser. A través del juego, del vestuario improvisado y del espacio compartido, el disfraz dejó de ser un objeto trivial para transformarse en un puente entre lo que somos y lo que imaginamos ser.
Nos miramos al espejo antes de salir. Entre risas nerviosas y ajustes de última hora intentábamos convencernos de que todo estaba bien, aunque por dentro yo sentía una enorme pena. Nunca uso falda, y ese disfraz —el de Clawdeen Wolf, de Monster High— era para mí algo completamente fuera de lo cotidiano; algo que siempre había querido intentar, pero que me daba miedo mostrar. Esa mezcla de emoción y vergüenza me acompañó todo el camino hasta la universidad.
De mi casa al campus, sentía las miradas. El disfraz parecía pesar más que mi ropa habitual, pero en cuanto vi a mis amigos, todo cambió. Cristian, vestido de Clawd Wolf —su hermano en la serie—, me recibió con una sonrisa que rompió la tensión. “Monster High es súper icónico”, me dijo. Y tenía razón: esa serie de infancia se había convertido en un código compartido, una forma de revivir una parte de nosotros que solíamos ocultar y que ahora mostr ábamos a través de la vestimenta.
Ya reunidos, la pena desapareció. Goffman, sociólogo, decía que la vida es un escenario y que cada persona interpreta un rol. Ese día, el escenario era el campus, y nuestro papel estaba marcado por orejas de peluche y telas de colores. Pero lo curioso es que no se trataba de una actuación falsa; era más bien una extensión de quienes éramos, una versión alternativa del yo que, por fin, encontraba espacio para jugar.
Caminar por la ciudad disfrazados resultaba casi absurdo. En una de las fotos estamos en medio de un paisaje completamente cotidiano, esperando a otra amiga, y lo divertido era ese contraste: lo familiar y lo extraño coexistiendo. Ahí entendí algo que Freud habría disfrutado analizar: el disfraz funciona como un “permiso social” para que el deseo —ese impulso del Ello reprimido por las normas— salga a la luz. Por unas horas se nos permitía ser distintos, extravagantes, teatrales.
Antes de llegar a la fiesta, pasamos por una panadería. Comimos manteca y pastel de pollo en platos de porcelana, mientras a nuestro alrededor otras personas disfrazadas pedían dulces. Era un momento casi cinematográfico: personajes fantásticos en fila para comprar comida común. Esa mezcla entre lo cotidiano y lo performático me pareció una imagen perfecta del vestuario como lenguaje, una forma de comunicación no verbal que manifiesta un rol social.
La noche avanzó y, ya reunido el grupo completo, nos sentamos en unas escaleras de ladrillo: riendo, revisando el celular, esperando la hora. Los disfraces, armados con ropa improvisada, no eran comprados ni exactos, pero eso los hacía más nuestros. Eran interpretaciones, versiones personales de un personaje, como si cada prenda guardara un pedazo de nuestra historia.
Al entrar a la fiesta, el ambiente cambió por completo: luces, música, cuerpos bailando, gritos y risas. Allí ocurrió algo que Zimbardo y Festinger describen como desindividualización: la sensación de disolverse en la multitud, de perder la autoconciencia y actuar con libertad porque nadie sabe quién eres debajo del disfraz. La timidez del camino inicial se transformó en libertad absoluta. Bailamos, cantamos y vivimos anécdotas que serían impensables en un contexto cotidiano. En ese anonimato compartido, éramos personajes, pero también éramos nosotros sin miedo.
Al salir, la noche nos devolvió a la realidad. La foto en las escaleras del teatro lo muestra: cuerpos cansados, maquillaje corrido, pero una sonrisa que permanece. Era el fin del juego y el inicio de la calma. De regreso en el carro, el disfraz dejó de ser una máscara para convertirse en una memoria. Y al día siguiente, la foto en el sofá, ya en pijama, cerró la experiencia: el retorno a la cotidianidad, pero con algo nuevo aprendido.
Cristian me dijo después que sentía nostalgia porque hubiera terminado. “Fue una de las mejores experiencias de mi vida y la atesoraré por mucho tiempo”, me confesó. Yo sentí lo mismo. El disfraz, que empezó siendo un objeto material, terminó funcionando como una herramienta simbólica de liberación y autoconocimiento. En ese juego de roles —tan cercano al psicoanálisis y a la psicología social— descubrimos que, al vestirnos de otros, también nos desnudamos un poco ante nosotros mismos.
Referencias
Freud, S. (1923). El Yo y el Ello. Viena: Internationaler Psychoanalytischer Verlag.
Goffman, E. (1959). The Presentation of Self in Everyday Life. New York: Anchor Books.
Zimbardo, P. G. (1970). The Human Choice: Individuation, Reason, and Order vs. Deindividuation, Impulse, and Chaos. San Francisco: W. H. Freeman.
Festinger, L., Pepitone, A., & Newcomb, T. (1952). Some Consequences of Deindividuation in a Group. Journal of Abnormal and Social Psychology, 47(2), 382–389.
Cristian Ávila y Giuliana Alejo**
Estudiantes de Diseño Gráfico
Universidad Santo Tomás
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ARTE-FACTO. Revista de Estudiantes de Humanidades ISSN 2619-421X (en línea), Núm.30 (2024) | julio-diciembre

