Santiago Muñoz Mosquera*
El último de ellos volvió con las manos vacías. Era lógico, después de tantos años de idas y venidas, de trajines sin fin, en algún momento tenía que acabarse. Nada dura para siempre, comentaba uno de los comensales mientras pedía su segundo escocés doble a la mesera.
Habían pasado más de 200 años desde que lo encontraron, y desde ese entonces ninguno de los que fue por más había vuelto decepcionado hasta hoy del resultado de su travesía. Hoy se ha dado la noticia que tanto habíamos temido pero que pocos pensaban que vivirían para ver. Sólo algunos tildados de locos, y que probablemente lo sean, lo anunciaron perentoriamente hace tiempo atrás, gritando a viva voz, de calle en calle, la inminente llegada del siniestro, proclamando una conspiración. Pero la supuesta conspiración ha dejado de importar, también hemos dejado de importar usted y yo, y su vecino, y el vecino de su vecino, y mis colegas y los suyos. Ahora sólo una cosa importa.
No se nos vienen buenos tiempos, se comenta en la calle con temor. La gente está nerviosa, o aún peor: aterrada. Se siente en el aire, como si hubiera muerto alguien que se supone no debía morir o como si el pueblo mismo se hubiera tornado en blanco y negro porque los colores ya no fuesen necesarios. Todos hablan en voz baja y caminan con cautela, no quieren ser escuchados ni tampoco vistos, al igual que fugitivos bajan la cabeza cuando sienten que están llamando demasiado la atención y se retiran sigilosamente del lugar para camuflarse en un área donde se sientan más cómodos. Es como si lo presintiera.
Pronto los que vinieron de las montañas comenzarán a abandonar el pueblo, uno a uno se irán hasta dejarnos solos, a nosotros, a los que no nos podemos marchar por más que lo queramos. Somos parte del pueblo, una sola masa de carne con cemento que la tierra y el tiempo poco a poco comienza a succionar. Los bares y cantinas cerrarán, las hospederías retumbaran con el sonido de los ratones y el polvo de las telarañas, y las calles vivirán sólo con los recuerdos que transitaremos únicamente vistos por aquellos que se aferran al pasado. Y luego, cada vez más lentos, más callados. Progresivamente la piel irá perdiendo su color y volátiles como vapor caminarán de un lado a otro hasta traslucir a través del paso de las lunas. Los edificios se irán desintegrando, desmoronándose con el agasajo de los vientos hasta que un día como el humo de una fogata apagándose se extingan por completo y los sonidos cesen y las sombras desaparezcan y las palabras dejen de tener sentido. Y entonces ya no habrá nada que decir sobre nosotros, porque ya no habrá nada ni nunca hubo. Así los nombres y la carne y las palabras y lo que jamás fue.
Después de 200 años, el último de ellos ha llegado con las manos vacías. Y ya no existirá más dolor, ni más muerte ni más nada.
Santiago Muñoz Mosquera
Estudiante de Ingeniería Civil
Universidad Santo Tomás
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ARTE-FACTO. Revista de Estudiantes de Humanidades
ISSN 2619-421X (en línea) abril 2017 No. 2