Luigi Bonilla Muñoz*

Me mata saber, que ayer fue la última vez que te vi
Porque no sabré qué será de ti
Te quería toda la vida para mi
Y desde que me fui, jamás volví a vivir.

Valentina Gutiérrez González*

Uno, dos, tres,
Uno, dos, tres
Son incontables los rostros blancos que salen a flote en un lago plagado de flores, son rígidos y a la vez hermosos, son Ofelia y a la vez Siddal

Laura María Urbano Feo*

El arte de la música ha estado presente en la vida de los seres humanos desde tiempos inmemoriales. Hoy en medio de incontables melodías sin sentido ni rumbo, la música se sumerge en el gran mar de la ostentosidad y la superficialidad. Tristemente, han quedado en el olvido aquellas letras poéticas, que, en compañía de notas inspiradoras, armonizaban con cada compás memorias de vida y sentimientos puros de corazón. Junto con esto, la dedicación y la honestidad han perdido la batalla contra el ilusionismo y el deslumbramiento que se halla en la frivolidad de los espectáculos. Así, se alimenta el alma de la ligereza presente en canciones con elementos disonantes, que al buscar desesperadamente la fama, dejan completamente de lado el ocio y la vitalidad que debería representar y brindar la música.

David Rios*

Somos esclavos. La gravedad, aunque intentemos ignorarla, nos hace prisioneros del suelo, y así nuestras vidas transcurren la mayor parte del tiempo, atadas a calles, praderas y pisos de madera, sobre los que solemos ejecutar nuestros asuntos, envidiando siempre las aves que viven entre las nubes y se elevan sobre nuestras cabezas, ajenas a los bancos, la política, los impuestos y demás tristezas de la humanidad. Un ave es en sí misma una metáfora para cualquier hombre sensible, y por eso cuando caminamos por el parque y encontramos el cadáver de una de ellas sobre el prado, irremediablemente vemos en su cabeza desgonzada, sus ojos secos, y sus plumas opacas, un símbolo terrible, un verso, una verdad que la mayor parte de nuestras vidas intentamos ignorar, pero que está ahí.

Carlos Alberto Marroquín Mendoza*

El dolor, aquella sensación que nos cava el alma y a su vez en su ausencia podemos probar un trozo del pastel de la alegría, era una noche más en la vida de Azucena, una persona distinguida por su trabajo duro y perseverancia, que venía de una crianza bastante difícil pero que a la vez estaba experimentando el camino por ser madre, acompañada por su esposo Édgar que pese a estar siempre responsable y en constante lucha por el futuro de su familia, también se enfrentaba a bastantes demonios internos.

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